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El despegue de lo latinoamericano

El despegue de lo latinoamericano

El quehacer intelectual experimentó un notable despegue en Latinoamérica en los años sesenta del siglo veinte como resultado del saber acumulado en estas tierras y de la efervescencia revolucionaria desplegada a partir del triunfo de la Revolución Cubana.  

Aunque suele insistirse en la renovación de las técnicas narrativas, poéticas, cinematográficas, musicales y otras de índole cultural registradas entonces, este movimiento incluyó además ciertos cambios en el discurso político, las ciencias sociales y la teología.

De igual modo, el denominado boom de los sesenta evidenció la capacidad de generación de los latinoamericanos y el inconmensurable valor del caudal acumulado en materia intelectual en los países de esta región.

Tal fue la magnitud alcanzada por este movimiento que numerosas casas editoriales, sobre todo en España y Francia, fomentaron la difusión de los escritores de esta zona, identificados con el nacionalismo y hasta con las ideas socialistas en boga.

En correspondencia, se expandió el conocimiento de las costumbres, tradiciones e historia de los pueblos sobre cuyas experiencias descansaba gran parte del "realismo mágico", que deslumbró a los habitantes del denominado viejo continente en esta etapa.

Esto guarda relación quizás conque, para entonces, empezaba a vislumbrarse el progresivo agotamiento en el campo de las ideas y la falta de estímulos a la generación de ideologías y mitos sociales en los territorios allende el Atlántico.

Especialistas coinciden al afirmar que desde esos años, nunca se superó la genialidad de quienes colocaron a Europa en la cúspide del pensamiento y las artes en otras épocas: filósofos antiguos, renacentistas, iluministas, inspiradores de la Revolución Industrial o del marxismo.

En contraposición, la década de los sueños supuso para América Latina el ascenso de las fuerzas progresistas y de los movimientos de liberación nacional, pero también la proliferación de corrientes literarias, filosóficas, musicales, religiosas y de todo tipo.

Casi todas estas, orientadas a la construcción de modelos sociopolíticos favorables a las mayorías y reflejos del espíritu integracionista prevaleciente en el período.

En esta etapa se reforzó a su vez la idea de la unidad enarbolada por los próceres de la independencia y se potenció la aceptación de los elementos identitarios compartidos por los pueblos situados del Bravo a la Patagonia.

El año decisivo para las letras latinoamericanas fue 1967, cuando el escritor guatemalteco Miguel Ángel Asturias (1899-1974) recibió el Premio Nobel de Literatura y la novela Cien Años de Soledad, del colombiano Gabriel García Márquez (1928), devino best- seller mundial.

Aunque la chilena Gabriela Mistral había sido reconocida por la fundación sueca dos décadas antes por su poesía, aquel logro de una mujer de estas tierras fue cuando menos imperceptible comparado con la exaltación de los valores de la narrativa sesentista.

Desde 1963, la novela hispanoamericana escaló niveles de popularidad en casi todo el mundo con la publicación de Rayuela, de Julio Cortázar (Argentina, 1914-1984), cuyo reconocimiento se sumó al recibido por otras producidas en esta zona.

Esos escritores se nutrieron de la valiosa tradición inspirada en los relatos del Popol Vuh o Libro del Consejo de los mayas quichés, los poemas nahuas del Xochicuicatl, los cantos de los amautas incas y otras creaciones de los primeros pobladores de estas tierras.

Pero a su vez, sus obras fueron resultado de lo aprendido en las novelas heroicas y románticas del decimonónico, plagadas de paisajes, localismos lingüísticos y costumbrismos, asumidos por la lírica del modernismo de finales del siglo XIX.

La crítica sociopolítica y la defensa de la identidad, constituyeron el núcleo alrededor del cual se desarrolló ese modo de ficcionar desde sus inicios, donde también se reflejó la incesante lucha por la autoreafirmación y el respeto a los valores nacionales.

Aunque el esplendor de las letras latinoamericanas brilló en estos años y luego cedió lugar a estilos menos elaborados, por el avance de la globalización de los procesos productivos, comerciales y hasta del pensamiento, los Premios Nobel recayeron en varios escritores de esta región.

Pablo Neruda (1971), García Márquez (1982), Octavio Paz (1990), y Deret Walcott (1992), fueron distinguidos en años subsiguientes con ese galardón, representativo de lo más prestigioso en materia literaria a escala global.

La expectativa sobre la narrativa latinoamericana nunca desapareció desde entonces y resulta curioso constatar que, quienes disputan ahora la popularidad a los protagonistas del denominado boom de los sesenta, son mayoritariamente mujeres.

Isabel Allende (Chile, 1942), Luisa Valenzuela (Argentina, 1938), Gioconda Belli (Nicaragua, 1948), Marcela Serrano (Chile, 1951) y Laura Esquivel (México, 1950), entre otras, conforman la nómina de las principales hacedoras de las últimas décadas.

Sus obras prueban la constancia en el quehacer intelectual en Latinoamérica, de modo similar a lo ocurrido en materia cinematográfica o en el campo de las ciencias sociales y humanistas.

Los giros en la filmografía regional a partir de los sesenta se orientaron hacia la superación del tradicional aislamiento sufrido por estas, de la inexistencia de una relación de mercados de distribución internacional y de la producción de películas para el consumo interno.

Esta idea de un “cine latinoamericano” se correspondió con el aire renovador prevaleciente en el período y con la aceptación de una unidad en medio de la diversidad expandida por el subcontinente.

El Festival de Pesaro, Italia (1966), se inscribió como uno de los principales precursores del reconocimiento de la filmografía de esta parte del hemisferio.

Tal actitud fue alentada con mayor fuerza a partir de la realización del Festival del Nuevo Cine Latinoamericano de Viña del Mar (Chile, 1967), punto de partida en este proceso, al que se sumó más de una década después el de La Habana (1979).

Pero la corriente renovadora de la década de los sueños abarcó también el aspecto religioso y la mejor señal de esto fue la conformación de la Teología de la Liberación, centrada en la opción preferencial por los pobres, la prioridad de la praxis, la espiritualidad y el profetismo.

También en ese entorno se difundió la llamada Teoría de la Dependencia, defensora de la necesidad de la ruptura total de la subordinación a los países desarrollados económicamente como cuestión sine qua nom para salir del atraso en que estaban sumidas estas naciones.

 

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