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La reina negra de América

La reina negra de América
Un pasaje poco conocido de la Revolución de Haití, la primera y más radical de su tipo en América, es la unción y coronación de María Luisa Codovic.
La primera reina negra del hemisferio occidental recibió su cetro de ébano en 1811- en una ceremonia muy parecida a la realizada por Napoleón Bonaparte en la catedral parisina de Notre Dame un año antes- y sus restos descansan en la tumba de una pequeña iglesia en Pisa, Italia, donde la otrora monarca vivió exiliada.
Tal suerte llegó a la otrora esclava por su vínculo matrimonial con Henri Cristophe, uno de los principales dirigentes de la insurrección antiesclavista y anticolonialista ocurrida de 1791 a 1804 en la porción de la isla La Española en la cual se habían asentado los franceses a fines del XVII.
Apenas 15 años tenía María Luisa cuando conoció a Cristophe, quien de esclavo negro y criado de mesón, hizo una brillante carrera como soldado, general victorioso, presidente (1807-1811) y ascendió al trono como el rey Henri I (1811-1820).
La suerte de la antigua colonia gala, que se convertiría en la de mayor productividad en todas las Antillas, marcó la vida de ambos, provenientes del sector más marginado de la muy estratificada y discriminatoria sociedad.
Pese a su superioridad numérica en el pequeño territorio caribeño, nada disfrutaban los de su estamento de la prosperidad alcanzada como resultado de la evolución de la economía de plantación, instalada por los franceses, y que tanto impulsó la introducción de negros esclavos.
Sobre el trabajo de esa mayoría descansaba el cultivo del azúcar, café, algodón e índigo en las grandes haciendas de Saint Domingue, al mismo tiempo que en la porción española de la isla todas las fuerzas se destinaban a la producción ganadera.
El espectacular proceso de crecimiento económico de la parte francesa de La Española comenzó a partir de 1783 por el aumento de la productividad, que hizo mucho más competitivos los costos de producción en relación con los de sus rivales británicos.
Saint Domingue desplazó a Jamaica y Barbados de su condición hegemónica en la generación y comercio azucareros, pero el incremento del número de ingenios requirió de una cantidad excesiva de esclavos.
Varios investigadores calculan que en vísperas de la Revolución Francesa llegaban a la colonia caribeña cerca de 30 mil negros cada año, por lo cual de los 172 mil esclavos que había en 1754, se pasó a 240 mil en 1777.
Ya en 1789 eran más de 450 mil los negros africanos en Saint Domingue, lo que suponía el 85 o el 90 por ciento de la población, cifra muy por encima de la registrada en toda la América española entonces.
Pero en el substrato de ese progreso se estaban gestando las contradicciones que amenazarían con posterioridad al sector azucarero, base económica de la riqueza alcanzada.
Por una parte, plantadores o grandes propietarios blancos se veían perjudicados por el control de los comerciantes franceses sobre la trata y las refinerías de azúcar construidas en los principales puertos metropolitanos.
El resentimiento acumulado por ese sector alentó el deseo de imitar a los independentistas norteamericanos para escapar a las presiones ejercidas desde la metrópoli, pero por debajo de sus intereses estaban los de casi 40 mil pequeños blancos.
Burócratas, soldados, pequeños plantadores, comerciantes, administradores de plantaciones, entre otros, mantenían una muy tensa relación con los cerca de 28 mil mulatos libres, propietarios de casi la tercera parte de estas plantaciones y de los esclavos de la colonia.
La clave de esa paradoja radicaba en que la legislación francesa reconocía el derecho de sucesión para los hijos de blancos y esclavas negras reconocidos por los padres.
Pero los negros llevaban la peor parte, por lo cual los aires de libertad, igualdad y fraternidad que soplaron desde la metrópoli en 1789 pronto despertaron el espíritu libertario, ante la ambigüedad de posiciones adoptadas por sus propietarios.
Los colonos o grandes blancos, principalmente franceses, vieron en la Revolución una vía para lograr la satisfacción de sus reclamaciones socioeconómicas a través de sus asambleas y trataron de impedir cualquier acción abolicionista con el apoyo de los pequeños blancos.
Unos y otros fueron desoídos por las autoridades francesas, pese a lo cual demostraron su disposición a reprimir cualquier postulado igualitario que amenazara sus privilegios en Saint Domingue, como el enarbolado por los mulatos o gentes de color en 1790.
La sublevación encabezada por Vincent Ogé y reprimida por esos sectores sirvió de preludio a la convocatoria lanzada por los negros en Bois Caiman, el 23 de agosto de 1791, donde se llamó a la lucha contra la esclavitud.
Dirigidos por Boukman, sacerdote del vodú, los más discriminados se lanzaron a la conquista de sus derechos y terminarían radicalizando el proceso anticolonial al defender también la idea de la independencia.
A la muerte de su guía espiritual, surgieron otros líderes como Francoise Dominique Toussaint (Louverture más tarde, cuando alcanzó la cima de su grandeza), Jean Jacques Dessalines, Henri Christophe y los mulatos libres Andrés Rigaud y Alexandre Pétion, entre otros.
Christophe, devenido ídolo del pueblo, fue elegido presidente del Estado haitiano fundado en el norte del territorio en 1806 y enseguida demostró sus intenciones de situar a su nación entre las más relevantes de la época.
La construcción del suntuoso Saint Souci, el más hermoso edificio residencial de toda la América, en opinión de sus contemporáneos, y de la fortaleza la Ferriere, con huecos para 355 cañones, bien reflejan esa realidad.
A cuatro años de llegar al poder, Cristophe se proclamó Henri I y el 12 de junio de 1811, en una catedral improvisada al efecto, el arzobispo Cornelle Brelle depositó las coronas sobre su cabeza y la de su esposa, y los ungió con aceite de coco.
Es posible que al mismo tiempo, como señaló el historiador y periodista español Juan Balansó, Napoleón se estuviese mordiendo las uñas ante aquel calco de su propia coronación, donde sólo el cetro de oro había sido reemplazado por uno de ébano.
Mientras, Henri I creaba su corte con ocho duques, 22 condes, 27 barones y cuatro caballeros, escogidos entre sus antiguos compañeros de lucha y con sugerentes apelativos como duque de la Mermelada, conde de la Limonada y barón del Cacao.
El llamado Napoleón negro era para muchos el rey de hierro, pero María Luisa siguió siendo reverenciada por ser una monarca bondadosa, capaz de asimilar como suyo a Armando Eugenio, fruto de una relación anterior tenida por su esposo.
Tanto amor se profesaba la pareja, según la correspondencia intercambiada entre ambos, que la fecha de su matrimonio, 15 de julio, fue decretada por Cristophe festividad nacional en homenaje a la esposa.
Pero la monarquía terminó convirtiéndose en un régimen despótico que motivó una sublevación popular. Esto, junto a la apoplejía que comenzó a padecer, influyeron en la decisión de Cristophe, de suicidarse el 8 de octubre de 1820, a los 53 años.
María Luisa y sus dos hijas partieron al exilio, primero a Inglaterra y luego a Italia, ante la terminación del reinado, pese a lo cual su condición de viuda de jefe de Estado fue respetada por mucho tiempo.
Los días de la primera reina negra de América se ensombrecieron con esa partida y, peor aún, cuando en Europa hubo que amputarle una pierna como resultado de una infección, acompañada por una neumonía, que terminó con su vida en marzo de 1851.

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