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De América Latina a Iberoamérica

El modismo que identifica al subcontinente fue enarbolado por pensadores empeñados en alcanzar la unidad de estos pueblos, pero enmascaró cierta visión avasalladora.

Historiadores atribuyen la paternidad del neologismo “América Latina” al colombiano José María Torres Caicedo y al chileno Francisco Bilbao, quienes vivían para mediados del siglo XIX, en París. Este último empleó el vocablo por primera vez en una conferencia en la capital francesa, el 24 de junio de 1856, que trascendió como Iniciativa de la América.

No obstante, precisa el colombiano Miguel Rojas, Bilbao en esa ocasión usó igual el gentilicio latinoamericano y en escritos anteriores y posteriores hasta aludió a una “raza latinoamericana”.

Los nombres identifican en la misma proporción que ocultan. Ese es el caso de “América Latina”, denominación cuya aceptación fue alentada por los europeos para justificar sus pretensiones recuperativas de los ricos territorios situados entre el Río Bravo y la Patagonia.

El modismo destinado a identificar al subcontinente fue enarbolado por pensadores empeñados en alcanzar la unidad de estos pueblos, pero para varios especialistas, sin proponérselo enmascaró cierta visión avasalladora y el empeño de ocultar el sincretismo de una cultura resultante de la fusión de aportes indígenas, europeos, africanos y de otros grupos poblacionales.

La frase comenzó a gestarse al terminar las guerras de independencia en los territorios sureños, de 1791 a 1825, con un marcado acento anti-norteamericano y su aceptación en esta parte del mundo respondió en buena medida al descontento con el vecino norteño que poco o nada ayudó en las luchas contra el dominio colonial.

Hacia mediados de la centuria decimonónica eran evidentes los afanes expansionistas de Estados Unidos por el resto de la plataforma continental y a tono con ello, el ascenso de los antagonismos entre las derrotadas ex metrópolis europeas con la naciente potencia capitalista.

En ese ámbito, varios pensadores comenzaron a insistir en las diferencias culturales, religiosas, lingüísticas, étnicas, u otras, entre las naciones situadas de una y otra parte del continente.

Gran parte de los textos generados por estos promovieron, además, las ideas acerca de la latinidad de los países ubicados en la zona meridional del mal llamado Viejo Continente y por extensión, mencionaban como parte de la familia a las antiguas colonias ibéricas.

El científico alemán Alexander Von Humboldt fue uno de los primeros en destacar el supuesto origen latino de los pueblos que habitaban las otrora posesiones españolas en América, asegura el historiador cubano, Sergio Guerra Vilaboy.

En igual sentido, destaca a Michel Chevalier, escritor francés que al tomar parte en el debate sobre la cuestión contrapuso la presumible latinidad de las antiguas colonias de España, Portugal y Francia a la raíz anglosajona de los habitantes del norte.

Estos discursos, que en sus inicios apenas insinuaban la existencia de las razas, derivaron en tesis racistas que poco a poco ganaron más interlocutores incluso en las tierras situadas del Río Bravo a la Patagonia, donde determinados sectores procuraban potenciar el componente blanco por oposición a lo indígena.

Historiadores atribuyen la paternidad del neologismo América Latina al colombiano José María Torres Caicedo y al chileno Francisco Bilbao, quienes vivían para mediados del siglo XIX, en París.

Este último empleó el vocablo por primera vez en una conferencia en la capital francesa, el 24 de junio de 1856, que trascendió como Iniciativa de la América. No obstante, precisa el colombiano Miguel Rojas, Bilbao en esa ocasión usó igual el gentilicio latinoamericano y en escritos anteriores y posteriores hasta aludió a una “raza latinoamericana”.

Su rechazo al expansionismo anglosajón lo condujo a instar a la que llamó América Latina a integrarse ante los pronósticos de una probable desaparición de la civilización en el norte y emersión de la barbarie.

“Tenemos que perpetuar nuestra raza americana y latina; que desarrollar la república, desvanecer las pequeñeces nacionales para elevar la gran nación americana, la Confederación del Sur… y nada de esto se puede conseguir sin la unión, sin la unidad, sin la asociación”, declaró.

Rojas explica en el artículo Los aportes del romanticismo latinoamericano a la identidad cultural y la integración que este pensador concebía como “Sur” la extensión lógica y cultural del concepto América Latina, similar a lo reflejado por otros hombres de ideas en la región.

La Confederación Latinoamericana o de Repúblicas del Sur, según Bilbao, partía de los “intereses geográficos, territoriales, la propiedad de nuestras razas, el teatro de nuestro genio, (porque) todo eso nos impulsa a la unión, porque todo está amenazado en su porvenir”.

A tono con su tiempo, este chileno temía al expansionismo continental impulsado desde Washington y a los ánimos de reconquista europeos en boga. Para él, la Gran Nación de Naciones debía fundarse sobre la base de un congreso general de representantes y legisladores, de un código de derecho internacional, de un pacto de alianza federal, crear fuerza militar conjunta, y una economía basada en un pacto comercial, entre otros.

La eliminación de aduanas nacionales internas, un sistema de pesos y medidas comunes y un sistema de presupuestos formaban parte de la propuesta, que implicaba la delimitación de territorios y fronteras, el reconocimiento de la soberanía popular, la elección democrática para los representantes del Congreso General por la suma de los votos individuales y no por la suma de votos por cada nación.

El filósofo mexicano Leopoldo Zea comenta en Fuentes de la cultura latinoamericana que Bilbao sugería a su vez separar la Iglesia y el Estado, la ciudadanía universal latinoamericana, un sistema de educación universal para las repúblicas participantes y la fundación de una universidad que enseñase la historia continental, sus lenguas y culturas.

Tales elementos muestran la incidencia en su pensamiento de las ideas laicistas prevalecientes en Francia y en gran parte de Latinoamérica por extensión y probablemente, constituyen los puntos más revolucionarios de su proyecto.

Bilbao consideraba importante para la conformación y sostenimiento de este proyecto, la creación de un Libro y un Diario correspondientes a las naciones miembros a modo de registros de su devenir.

Unificar el pensamiento, el corazón y la voluntad, eran el objetivo esencial de un programa concebido por quien demandó "obras pedimos y no palabras, prácticas y no libros, instituciones, costumbres, enseñanzas, no promesas desmentidas".

Torres Caicedo, quien ratificó su apego a la corriente propulsora de la latinidad del sur del continente en la parte IX de su poema Las dos Américas, abogó por la conformación de un Estado supranacional tendiente a desterrar “la inferioridad que el aislamiento engendra en cada uno de los Estados latinoamericanos”.

Su propuesta de confederación, unión o liga, perseguía reunir “en un haz único y robusto todas las fuerzas dispersas de la América central y meridional (sic), para formar de todas ellas una gran entidad”, sin detrimento de la autonomía de los Estados.

Esta expresión integracionista debía basarse en “ciertos grandes principios”: creación de un Congreso democrático y liberal, establecimiento de un Tribunal Supremo, fuerzas armadas o tropas para la defensa común y fijación de límites territoriales.

A tales presupuestos se sumaba la negativa a ceder a una potencia extranjera parte del territorio de la unión y de los países miembros, admitir la nacionalidad latinoamericana, abolir los pasaportes nacionales, adoptar idénticos códigos, pesos, medidas y monedas.

También se añadía la libertad de comercio, la creación de un sistema de convenciones postales, la fundación de un sistema de enseñanza uniforme, obligatorio y gratuito en edad primaria, y la creación de un periódico defensor de lo latinoamericano.

La superioridad de la proposición integracionista de Torres Caicedo radicaba en la defensa de la libertad de conciencia y tolerancia de cultos, unida a la prohibición de la explotación del hombre por el hombre y la eliminación de cualquier modalidad de servidumbre.

 El respeto a la identidad en la diferencia cimentó esta iniciativa, que presuponía la autonomía de cada Estado integrante de la unión y serviría de referente a otros pensadores empeñados en alcanzar metas similares.

Las Bases para la Unión Latino-Americana. Pensamiento de Bolívar para formar una Liba Latino-Americana, su origen y su desarrollo, presentadas por Torres Caicedo en París, en 1861, centraban la atención en la necesidad de lograr la integración económica y política de lo que llamó entonces las Repúblicas Latinoamericanas.

El nuevo modo de identificar a la región apareció como protesta ante la invasión perpetrada contra México por parte de las tropas aliadas de España, Inglaterra y Francia, que redundó en el establecimiento de una monarquía francesa en esta porción de la región de 1861 a 1867.

El uso de la palabra “Latina” como adjetivo, detrás del sustantivo “América”, se hizo cada vez más frecuente a finales de la decimonovena centuria a pesar de las evidencias de los intereses de los otrora imperios coloniales europeos de recuperar sus antiguas posiciones.

Prominentes defensores de la integración americana acogieron como suyo el neologismo, destinado a reconocer la familiaridad entre americanos e ibéricos en detrimento de los afanes de destacar lo autóctono en estas tierras y su heterogeneidad cultural, representados en expresiones como “Nuestra América” o “Madre América”.

“No hay odio de razas porque no hay razas”, definió el cubano José Martí y en sintonía insistió en su visión acerca de la diferenciación cultural y no racial entre los dos polos del continente.

Sin embargo, el Maestro apeló en varias ocasiones a la frase alentada desde Francia, pero sólo para remarcar la existencia de una comunidad cultural y lingüística en esta región por oposición a la existente en esa América que no es nuestra, según sus palabras.

“Para descargo de las culpas que injustamente se echan encima de los pueblos de América Latina”, expresó Martí en un discurso dirigido a emigrados cubanos en Nueva York, el 24 de enero de 1880.

“Todo nuestro anhelo está en poner alma a alma y mano a mano los pueblos de nuestra América Latina”, afirmó en un texto publicado tres años después.

A la par, sus escritos reiteran la necesidad de no caer en las trampas ideadas por quienes siempre buscarán someter a estos pueblos. “Ni uniones de América contra Europa, ni con Europa contra un pueblo de América… la unión con el mundo y no con una parte de él”, adelantó de manera previsora lo que constituye el punto de partida del vigente multilateralismo económico.

Ello sugiere que en su caso quizás pudo más lo que iba convirtiéndose en costumbre que el probado conocimiento de los intentos europeos de relanzar el término para tratar de cubrir, con un supuesto panlatinismo, las incursiones en estas tierras de las tropas de Napoleón III y el sostenimiento del imperio comandado por Maximiliano.

También ese defensor de lo propio por encima de lo foráneo, el filósofo uruguayo Jorge Enrique Rodó, adoptó el concepto para esgrimir el legado de la tradición latina, representado en el personaje de Ariel, por oposición al expansionismo anglosajón, mostrado en la figura de Calibán.

Estos y otros pensadores identificados con los destinados de estos pueblos —como los patriotas puertorriqueños Eugenio María de Hostos y Ramón Emeterio Betances, Juan Montalvo y Carlos Calvo, entre otros—, repitieron el vocablo en el contexto de la dominación francesa en territorio mexicano sin que podamos culparlos por ello.

Tan extendido estaba el uso de la frase en el período, que los delegados hispanoamericanos al Congreso Integracionista de Lima (1864-1865) recurrieron a ella y poco tiempo después, el presidente colombiano, Tomás Cipriano de Mosquera, la usó en una comunicación oficial al gobierno de Perú, señala Guerra Vilaboy.

El paso del tiempo tampoco pudo contra el término, que se impuso de forma categórica sobre otros nombres manejados indistintamente: “Hispanoamérica”, en alusión a la impronta española; “América Meridional”, enarbolado por Simón Bolívar; o “Nuestra América”, de Martí.

Con posterioridad, el argentino Ricardo Rojas esgrimió el neologismo “Eurindia”; los peruanos Víctor Raúl Haya de la Torre y José Carlos Mariátegui la identificaron como “Indoamérica” o “América Indoespañola”, respectivamente; y el español Ramón de Basterra, como “Espérica”.

Después de la derrota de España en la guerra librada por los cubanos contra el dominio colonial; en 1898, resurgió con gran fuerza la idea del hispanismo, que de acuerdo con el colombiano Miguel Rojas, había comenzado a gestarse durante los festejos del cuarto centenario de la llegada de los europeos a América.

En el entorno de las celebraciones, por tradición poco centradas en rendir culto a los millones de indígenas masacrados por los conquistadores y colonizadores, se declaró festivo el 12 de octubre, identificado como Día de la Raza, y el subcontinente fue renombrado como Hispanoamérica.

Una reunión celebrada en la capital española, en 1900, marcó un paso importante en la recuperación de la corriente de pensamiento conocida como hispanoamericanismo, que entre sus impulsores figura el polígrafo mexicano Justo Sierra.

El Congreso de Hispanoamérica, como transcendió el encuentro, no contó con la asistencia de representaciones gubernamentales de las naciones implicadas y pretendió adelantarse en los análisis al Segundo Congreso Panamericano, que auspiciado por Estados Unidos, debía celebrarse luego en México.

En la cita en Madrid, los participantes acordaron crear la Unión Iberoamericana, a que se le dio el encargo de promover el panhispanismo como contrapartida del panamericanismo alentado desde la Conferencia de Washington, en 1888.

El etnólogo cubano Fernando Ortiz advirtió en el período sobre la naturaleza tutelar y hasta imperialista de la iniciativa presentada por el español Rafael María de Labra, en nombre del gobierno del país ibérico.

El intento estaba sustentado en la supuesta familiaridad entre americanos del sur y españoles por su pertenencia común a una denominada “raza hispanoamericana” y ello no escapó al ojo aguzado del tercer descubridor de la Mayor de las Antillas.

En su obra El panhispanismo, fechada en 1910, Ortiz alertó contra el carácter nocivo de estas tesis discriminatorias, desenmascaró la falsedad del concepto de raza y propuso sustituirlo por uno más apropiado en su opinión: el de cultura. La validez de las predicciones del sabio cubano quedó confirmada bajo la influencia del fascismo, a partir de la segunda década de la decimosegunda centuria, cuando el hispanoamericanismo transitó hacia una ideología más conservadora y reaccionaria, defensora de un confuso orden cristiano.

Las clases más retrógradas de la sociedad española hicieron suyas estas doctrinas con el respaldo del franquismo, que elevó a política de Estado la cuestión con la conformación del Consejo de la Hispanidad, en 1940. A partir de esa fecha, el tema fue convertido en una especie de valladar para tratar de frenar el contagio de Hispanoamérica con las ideas progresistas y en particular, las provenientes del marxismo. Intelectuales de derecha y políticos latinoamericanos acogieron estas formulaciones sin recato.

Los hispanistas de una y otra parte del Atlántico asociaron al neologismo “América Latina” con influencias subversivas y movimientos revolucionarios cuyos orígenes remontan a la Revolución Burguesa Francesa de 1789. También critican el vocablo “Indoamérica”, surgido en medio de las reivindicaciones sociales y étnicas propugnadas por la Revolución Mexicana de 1910.

El fin de siglo trajo consigo otro modo de identificar al área, siempre en la mira de los sucesores de quienes coartaron la evolución natural de los pueblos autóctonos americanos. La continua alusión a Iberoamérica, como unidad cultural aunque no geográfica, obliga a repasar la historia del casi centenar de vocablos ideados para nombrar a esta región.

Pese a que la trayectoria seguida por el término recuerda sus lazos con el hispanismo, en las últimas décadas se le quiso dotar de otra connotación al fomentar la idea de una comunidad ibérica —integrada por naciones de América y España— contra la concepción exaltada por el franquismo. De trasfondo subyace el deseo de facilitar los vínculos de la Unión Económica Europea con las antiguas colonias, alertan algunos especialistas y no descartan la relación entre el vocablo y el impulso dado a la concertación de Acuerdos de Libre Asociación con estos países.

Guerra Vilaboy y Miguel Rojas concuerdan en que no obstante estas maniobras, la noción moderna de América Latina suele ser la más reivindicada, tal vez porque mantiene su especificidad y parte de la dimensión integracionista de los implicados en su surgimiento.

“América Latina” o “Latinoamérica” aluden a los pueblos menos aventajados económicamente del continente, dotados de una multiplicidad étnica y cultural únicas, por sus diversos orígenes y sometimiento a un profundo proceso de mestizaje. Ambos términos reflejan más que un simple parentesco cultural, lingüístico o étnico, una trayectoria común de luchas, aspiraciones, intereses, problemas y destinos históricos.

Estas expresiones son asociadas con mayor frecuencia a la aspiración de conformar una unidad en el subcontinente en todos los órdenes, intento que anima a los artífices de la Alternativa Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América, de la Unión de Naciones Suramericanas, Petrocaribe y otras, cuyos frutos comienzan a avistarse.


 

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