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La industria de la muerte

La industria de la muerte

La oxigenación de la estrategia guerrerista en los últimos años estuvo aparejada a la multiplicación de la producción continua de armas más sofisticadas y destructivas, aptas para matar en cualquier ámbito y hasta de fácil acceso.
…Aunque en la etapa cobraron forma teorías orientadas a preponderar las operaciones sicológicas, con el ánimo de avasallar voluntades más que de provocar destrucción y muertes, en los distintos escenarios de confrontación se emplearon todo tipo de artefactos con tal de invalidar a los contrincantes.
Lo ocurrido en Yugoslavia (1991-2001), Croacia (1991-1995), Bosnia -Herzegovina (1992-1995), Afganistán (2001), Iraq (2003), Líbano (2006), o en la franja de Gaza, en Palestina, en diciembre de 2008, dan fe de ello.
El poderío alcanzado por el complejo militar industrial transnacionalizado, en ventaja por los presupuestos millonarios otorgados por determinados Estados, está en el sustrato de esta realidad.
En aras de perfeccionar el arsenal de guerra, con tal de impulsar la acumulación sostenida de capitales, igual fueron asumidos los logros del descomunal progreso de las ciencias, particularmente los derivados de la bioingeniería, la genética, la robótica y las tecnologías de la información y la comunicación.
Emisores de sonidos estridentes, granadas acústicas, armas personales y cañones láser, bombas E, de aurora, de apagón, o de pulso eléctrico; y nanoarmas como las cibermoscas, las libélulas -robot, o las nano -cucas, son algunos de los exponentes de esta nueva era.
La ampliación de los fondos destinados a tales menesteres posibilitó a su vez la creación de centros dotados del equipamiento necesario para generar lluvias, nieblas y otros fenómenos atmosféricos, en favor de los empeñados en expandir el terror.
Pero si grave es la posibilidad de manejar la naturaleza en correspondencia con los antojos de unos pocos, en detrimento de los pueblos, tanto o más terrible resulta la expansión de la producción de armas químicas o biológicas capaces de causar daños irreparables a sistemas esenciales de las personas.
Historiadores recuerdan que, desde la antigüedad, los estrategas militares recurrieron a venenos de animales y otras sustancias obtenidas de la naturaleza para desestabilizar o aniquilar a sus contrarios en el campo de batalla.
Larga es la secuencia al respecto y el afán de precisar orígenes puede transportarnos hasta las guerras del Peloponeso, acaecidas en la quinta centuria antes de nuestra era, en las que algunas tropas emplearon dióxido de azufre para ahuyentar a sus rivales.
Más, esto apenas fue el comienzo de una fiebre que en el ámbito de la Primera Guerra Mundial (1914-1918), llevó a los alemanes a derramar grandes cantidades de cloro para diezmar a la población de Bélgica.
El hecho, ocurrido en abril de 1915, es considerado el inicio de la historia moderna de la utilización de armas químicas y sus consecuencias quedaron por debajo de las provocadas por el programa de experimentación implementado por los japoneses décadas después.
Entre 1940 y 1944, estos arrojaron armas contaminadas con tifus y peste sobre más de una decena de ciudades chinas, mientras que en los campos de concentración inyectaron soluciones con principios activos de varias enfermedades a unos tres mil soldados de esa nación, mongoles, coreanos, americanos, y británicos.
Los fallecidos por esta causa rebasaron los mil, cifra muy por debajo de la contabilizada en Viet Nam (1968) o en Iraq (2003) por efecto del lanzamiento sostenido de napalm –a través de las bombas MK 77- y otros artefactos de muerte contra la población civil.
Estados Unidos se erigió desde entonces como el principal productor de armas químicas y biológicas y ello se debió a la labor desplegada por miles de científicos, pagados por los gobiernos de ese país y empleados en el complejo de laboratorios militares conocido como Fuerte Detrick.
El proyecto, con sede en el Estado de Meryland, surgió a finales de la Segunda Guerra Mundial (1939 -1945) y debió cerrar en virtud de acuerdos contraídos con la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas y otros gobiernos hacia la década del 1970.
La develación de técnicas avanzadas de recombinación genética, en 1973, imprimió un nuevo enfoque a los estudios en torno a los agentes biológicos y motivó al Pentágono a destinar mayores fondos a estos programas.
Registros oficiales de ese ente recuerdan que el presupuesto para la investigación de armas de este tipo ascendió 554 por ciento de 1980 a 1987.
En consecuencia, diversos laboratorios reorientaron sus programas al análisis de la fiebre amarilla, la de Rift, la gripe, la encefalitis equina, la viruela, el virus de lasa, de chikungunya, de ébola, la peste, la enfermedad de Marburg, las esporas de tétanos, el tifus y otras.
Entidades como el Army Research Institute For Infectious Disease también profundizaron sus evaluaciones acerca de una veintena de toxinas extraídas de venenos de algas, setas, escorpiones, serpientes y otros seres vivos.
Informes del Instituto de Investigaciones para la Paz, en Estocolmo, Suecia, aseguran que las pesquisas continuaron en este y otros centros, al punto de lograrse incluso clonar los genes de varios venenos biológicos y producir de forma sintética los extraídos de plantas como el hongo tricoteceno, entre otras.
La burla descarnada a la Convención para la Prohibición de la Producción de Armas Biológicas y a la destinada a regular la creación de Armas Químicas es imputable a Estados Unidos, pero también a Corea del Norte, Francia, Rusia, e India, por sólo citar algunos.
Para 2005 debía haberse destruido 40 por ciento de las armas existentes, más un año después, apenas se había acabado con un reducido 20 por ciento. Entre los cumplidores clasificaron India y Libia, quienes se despojaron de 90 por ciento de su arsenal.
Rusia y Estados Unidos, en cambio, solo eliminaron 10 por ciento en esa coyuntura, según datos de la Organización de Naciones Unidas, de acuerdo con los cuales el segundo mantuvo de 35 mil a 40 mil toneladas de armas químicas en ocho centros, pese al reclamo de la comunidad internacional.
La falta de voluntad política obró de trasfondo en esa ocasión y sigue marcando la pauta en cuanto a la problemática, aunque sería poco serio desconocer otros inconvenientes que confluyen al tratar de acabar con estas producciones de la industria de la muerte.
Entre estos pueden mencionarse la enorme cantidad de las mismas, la cuestión económica, la carencia de un proceso seguro para desplegar estas acciones -sin prejuicios para los seres humanos y el medio ambiente- y los riesgos del traslado a las zonas de eliminación.
La destrucción de las armas químicas y biológicas debe efectuarse sin descuidar la seguridad ambiental, algo que exige sumas cuantiosas de dinero, y no todos los países cuentan con capacidad para ello.
El plan previsto por el gobierno ruso, por ejemplo, deberá concretarse en 2012 y contempla la inversión de al menos siete mil millones de dólares en la liquidación de 44 mil toneladas de gases tóxicos.
Pero la cuestión tiende a agravarse si se considera, más que el poder destructivo de estas armas, la facilidad con la cual puede accederse a ellas, a las sustancias para su conformación y a las instrucciones para crearlas, a través del mercado convencional o de los caminos de la red de redes.
La cultura de la violencia, alentada por estas y otras vías, impulsa esta amenaza en muchas partes, donde sin elevados conocimientos científicos, hasta menores de edad obtienen lo necesario para pertrecharse e infligir daños a sus congéneres.
Sólo la acción mancomunada de gobiernos y entes de todo tipo puede frenar el incesante andar de la industria de la muerte, devenida eje inigualable de acumulación de riquezas y dolor en este amanecer de siglo.

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