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Patriarcado y militarismo

Patriarcado y militarismo

La batalla de las mujeres contra el sistema de desigualdades que las coloca en desventaja con relación a los hombres despertó los recelos de las élites conservadoras y todavía hoy motiva proyectos encaminados a militarizar las propuestas feministas.

 Tales planes apuntan de forma directa contra los valores e ideas propugnadas por movimientos orientados a barrer con la lógica de dominación de unas personas sobre otras y generalizar la tolerancia y el respeto, como parte indispensable del cambio social.

Uno de los métodos más socorridos en esta estrategia es la integración de las mujeres en la lógica autoritaria –militar para que éstas sean no solo objeto sino también sujetos, es decir, protagonistas de la exclusión social.

La “militarización del feminismo”, como identifica a este proceso el investigador Juan Carlos Yuste, de Serpaj Paraguay, impulsa la inserción de ellas en organizaciones o eslabones de poder social y su masculinización en ideas y comportamientos.

 Lejos de remover los cimientos de la cultura patriarcal heredada, este proyecto se limita a un cambio de formas y alienta la conversión de las mujeres en agentes de dominación sobre la mayoría, incluidas las personas de su sexo.

En el substrato de este plan está la convicción de las élites de que, en la medida en que unas exploten a sus congéneres, legitimarán al propio sistema en medio de una sociedad prejuiciada contra el feminismo y por ende, proclive a limitar a sus seguidoras de ocupar espacios importantes.

Al visualizar a algunas en puestos ocupados tradicionalmente por hombres, se prevé despojar a la perspectiva de género de su relevancia analítica para entender las relaciones de poder en sociedad.

La opinión pública -náufraga muchas veces ante el poder de la imagen- asumirá tarde o temprano como conseguidas las metas de lo que supone pretende la lucha feminista, por la sola presencia de unas pocas en esos espacios, y perderá la reflexión sobre el contenido de los mismos.

De acuerdo con Yuste, entender el poder como compartir las formas sin afectar los contenidos del ejercicio del mismo puede conllevar situaciones paradójicas, pero no significa un avance democrático sino una legitimación del milipatriarcal.

Patriarcado y militarismo son parte de una misma cultura de control, sometimiento e irrespeto a los derechos de otra persona, y en la relación de causalidad entre ambos es difícil distinguir cuál engendró a su par.

Tal vínculo creó discrepancias sobre las prioridades y enfoques para contrarrestar y aniquilar el patriarcado, particularmente en lo que se refiere al tema militar.

En correspondencia, el movimiento feminista procuró a veces reivindicar su derecho a desenvolverse en espacios militares tanto o más que avanzar en otros órdenes de liberación femenina, sin considerar los efectos secundarios de esa victoria.

La interrelación entre ambos fenómenos obliga a trabajarlos de forma simultánea: descuidar la profundización en el militarismo implicará a la larga el mantenimiento en reserva de uno de los recursos más poderosos del patriarcado y viceversa.

-Dimensión del militarismo

Contrario a la visión más generalizada, el militarismo trasciende las instituciones castrenses, las personas vestidas de uniforme, o lo relacionado con el armamento.

En su dimensión más abarcadora, el concepto engloba una forma de ver el mundo, interpretar las complejas relaciones entres los seres humanos, lograr el consenso y la eficacia en una sociedad, por lo que es considerado una ideología por Martin Shaw, Anthony Giddens, y otros autores.

Este sistema de dominación bélica, en palabras de Yuste, implica la “influencia, presencia y penetración de las diversas formas, normas, ideología y fines militares en la sociedad civil, cuya lógica está determinada por la resolución violenta de los conflictos”.

De esta manera, el militarismo no sólo es la insubordinación y desobediencia de la corporación militar a la autoridad civil o el exceso en sus funciones legales, sino también la presencia en una sociedad, la penetración en su cultura y todo lo que representa.

En otros términos, esta visión totalizadora significa la preparación de una sociedad para la guerra o para cualquier situación de conflictividad.

El militarismo no es algo protagonizado exclusivamente por militares sino que, a menudo, los civiles apoyan o dirigen políticas con este enfoque.

La exégesis de estas definiciones permite encontrar puntos de contacto con el patriarcado, marcado igual por una lógica de dominación y control de unos seres humanos por otros.

-Los tentáculos del patriarcado

El más añejo de los sistemas de subordinación consiste en la concentración de la riqueza, el poder, la cultura, entre otros, en manos masculinas, en detrimento de la mujer.

Por su capacidad de afectar las relaciones sociales, penetrar las interpersonales e intrafamiliares, el patriarcado deviene resorte esencial para la trasmisión y desarrollo del militarismo.

“Los hombres mandan y las mujeres obedecen”, es la ley fundamental de este sistema, que en varios siglos de sobrevivencia generó una escuela permanente para el aprendizaje de la obediencia y la subordinación.

Al predicar el sometimiento de la hembra por el macho, el patriarcado delimita el papel social de las féminas, los espacios a los que pueden acceder, y su capacidad intelectual y afectiva.

De igual modo, legitima el control permanente sobre su cuerpo, espacio, tiempo y trabajo, y hasta el modo de decir, vestir o comportarse en lo privado y en lo público.

Tres son los pilares sobre los que se asienta el patriarcado. Entre ellos está la jerarquía o esa relación recíproca de predominio y supeditación, de supremacía y obediencia, que instituye un sistema desigualitario.

Puntal esencial de este sistema es la subordinación e inferiorización de las mujeres, a las cuales priva de su subjetividad, al limitarlas a objeto del varón para su uso, vientre generador de la descendencia, cuidadora del hogar, de su cuerpo y de los de la prole.

La transmisión del conocimiento y del poder por vía masculina es otra columna sobre la que se sostiene el patriarcado, bajo cuyo signo el poder es varón y se ejercita por la violencia y el sometimiento de las féminas.

El poder que este encarna en cuanto fuente de autoridad, se estructura como poder de someter lo otro a sí -tanto a la mujer como a cualquiera que pertenezca a otro grupo-, para ejercitar un dominio total sobre el cuerpo y sobre la vida, a través de cualquier medio.

“El patriarcado, el universo androcéntrico, no sólo es misógino, además es profundamente racista”, asegura el colectivo de Mujeres de Negro de Málaga.

Este instituye la superioridad de un grupo humano sobre otro, autoriza la desvalorización y la deshumanización, de lo otro y de la otra y legitima formas de violencia para mantener a ese otro en la condición de inferioridad a la que se le recluye.

Probablemente, es dentro de este tipo de organización social, en el interior de las relaciones de jerarquía entre los sexos, en el deseo masculino de dominar, donde nace la opresión, la violencia y la guerra.

El triunfo del patriarcado casi logró la afirmación unilateral de los aspectos predominantes del modo de pensar y de sentir masculinos y de la eliminación de los modos de pensar y sentir femeninos.

Estudiosos de diversas disciplinas admiten la prevalencia del pensamiento lógico-deductivo, típico del hombre, que transcurre linealmente, separa, clasifica y delimita el objeto de investigación para poder penetrarlo y poseerlo.

En desventaja con respecto a este subsiste el femenino, sintético, inductivo, enraizado en la experiencia, receptivo, atento a las particularidades y diferencias que tratan de conectar, más que de separar.

Si de sentimientos se trata puede palparse igual la supremacía de lo masculino -más operativo y propenso a intervenir en la realidad para modificarla según sus proyectos- sobre lo femenino, dado a las emociones, a dejarse tocar por la situación, o recordar el sentido de lo vivido.

La naturaleza del patriarcado es violenta, impositiva, sustentada en el arbitrio de la fuerza transformada en ley, a tono con un sistema jerárquicamente estructurado en el que el grupo dominante se une para defender sus privilegios y para aniquilara a quienes osen amenazarlos.

 

Patriarcado y militarismo andan de la mano: la misma lógica de subordinación la aplica uno a la relación hombre –mujer, en tanto el otro la extiende a la asociación entre personas o pueblos.

La cultura patriarcal subyace en el fondo de la cultura militarista, porque se basa en la dominación de un sexo sobre otro, en la asignación autoritaria de un papel social, que establece una desigualdad y beneficia sólo a una parte.

En tanto, la cultura militarista sirve de base a su par al promover y justificar el control patriarcal de la sociedad a partir de la potenciación de valores militares, bajo la lógica amigo-enemigo, la respuesta violenta a los conflictos o la organización vertical –autoritaria.

Bajo el signo belicista, las personas pueden sentirse forzadas a comportarse de modo tal que refuercen el poder de los uniformados o interiorizar códigos de conducta de estos, al punto de legitimar actos militares como naturales, según la politóloga, Cynthia Enloe.

Desde tiempos inmemoriales las apelaciones a lo sexual ruedan en el campo militar. El pene, entendido como arma de ataque y control, es comparado con el fusil, al mismo tiempo que la patria es identificada como madre o novia cuya pureza e integridad sexual debe ser defendida.

También, al reducir la cuestión de género al las/los o al nosotras/nosotros, al conflicto entre personas, y agotar las fuerzas en la contienda fútil por resolver las formas y no ir a las esencias, caemos en la lógica militarista –patriarcal.

Las miradas recelosas a la pluralidad, la tendencia a la uniformización; la adopción de una organización vertical y jerarquizada, sustentada en la obediencia, el orden y la disciplina, y no en el respeto ganado con el ejemplo, son modos de concebir el mundo tras ese prisma.

De allí que coincidamos con Yuste cuando afirma que no hace falta portar armas, ni vivir al lado de una base militar ni en un país dirigido por militares, para estar en el camino de la “mili-patriarcalización” y que cuando se haga por desbrozar la mala hierba en ese sentido, es poco.

El militarismo busca mantener las cosas como están desde hace centurias y para ello está dispuesto a pagar el precio de ceder algunas de sus posiciones en beneficio de las mujeres, siempre que estas repitan los mismos esquemas patriarcalistas y autoritarios que dividen el mundo.

Por los roles que le asignó el sistema de dominación masculino, las féminas fueron víctimas y no protagonistas de la cultura belicista desde tiempos inmemoriales.

Los cambios en los modos y no en los contenidos en el ejercicio del poder es una estrategia de mantención del estado de hecho que cuando menos, retardará la propuesta democrática del feminismo, si no termina desmovilizándola.

El movimiento de mujeres, en su fatigoso andar, logró superar en buena medida las ideas acerca del igualitarismo entre los sexos y desechó la tendencia a tomar el modelo cultural masculino como referencia en la lucha por la liberación de las representantes del mal llamado “sexo débil”.

Quizás sin proponérselo, este siguió una línea antimilitarista, de tal modo que su propuesta de liberación integral derivó en punta de lanza de la construcción de una ética humana de convivencia pacífica.

Ello queda explícito en los aportes de las feministas a las luchas por preservar o al menos contrarrestar los efectos nocivos sobre el medio ambiente, en las luchas por la paz y las libertades civiles, y otros órdenes.

Miembros del Movimiento de Mujeres Visitación Padilla, de Honduras, y de la Coordinadora Nacional de Viudas, de Guatemala, insisten en que integrar a las féminas en las estructuras castrenses u otras de poder implica, en última instancia, socializar los valores militares.

“En lugar de imitar las acciones de los hombres, deberíamos aprovechar el aspecto positivo de nuestra experiencia histórica para trabajar en el reordenamiento del cuadro de valores que, lejos de los militaristas, recuperen el equilibrio de la especie humana consigo y con la naturaleza”, afirman.

Las luchadoras antimilitaristas opinan que esta corriente ideológica trata de perpetuar el orden establecido o lo que es igual, la mentalidad patriarcal, que es interclasista porque divide al mundo en dos géneros en una relación de subordinación: lo femenino y lo masculino.

En la misma proporción en que logra legitimarse a escala social, la militarización restringe la capacidad de las mujeres para controlar sus vidas y promueve la sensación de superioridad masculina tan distintiva del machismo.

La superación de la cultura belicista en las sociedades contemporáneas es cuestión indispensable para minar los pilares que sostienen al patriarcado y contrarrestar las frecuentes violaciones a los derechos de las féminas.

Maltratos, abusos sexuales, trata de personas, y otras problemáticas que afectan de modo particular a niñas y mujeres, en todo el mundo, mucho deben a la generalizada visión machista y adultocéntrica prevaleciente.

La incidencia de estos crímenes es constatada tanto en zonas de guerra como en espacios en supuestas condiciones de paz, según datos de la ONU.

Las mujeres representan el 1,3 por ciento de la población activa, realizan el 2,3 por ciento del trabajo por una décima parte de sus salario medio y controlan apenas uno por ciento de al riqueza a escala planetaria.

Con su participación en proyectos culturales, sociales, políticos y de otro tipo, estas también demuestran su capacidad para crear programas alternativos de organización social, donde sobresalen los incentivos a la confianza mutua, la solidaridad, cooperación.

Ellas conocen mejor que otros el significado de la discriminación, de la violencia y de la cosificación del cuerpo, por eso, la esperanza de muchos descansa en su habilidad para propiciar espacios de debate capaces de frenar la reproducción de esquemas que conduzcan a la marginación.

 

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