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Raíces de la ideología militarista en Latinoamérica

Raíces de la ideología militarista en Latinoamérica

Los imaginarios y la sociología militar acostumbran a relacionar la militarización con la carrera armamentista, el protagonismo de las fuerzas castrenses en el orden institucional o el control gubernamental en manos de oficiales.

Tal visión cobra fuerza en el espacio latinoamericano, marcado por una historia plagada de luchas contra la intromisión foránea, guerras fraticidas, o por el control de los recursos naturales, en las cuales resalta la imagen del guerrero –político o viceversa.

Las huellas de las dictaduras militares de los años 1980 reforzaron estas concepciones, las cuales conducen a muchos al desequilibrio en sus análisis y limitan las evaluaciones de un fenómeno tan abarcador, que cobra rango de ideología en la contemporaneidad.

En ese ámbito, quedó demostrada la heterogeneidad de posiciones entre las fuerzas castrenses en el área, donde en algunas etapas los oficiales encabezaron movimientos trasformadores a favor de las mayorías.

Si bien es cierto que las asonadas militares “preventivas” llevaron al poder a lo más reacio y entreguista de la oficialidad latinoamericana durante la contraofensiva derechista de inicios de los años 1960, otra cosa se vislumbró casi al terminar el decenio.

El previsible ascenso de candidatos reformistas y la creciente amenaza contra la hegemonía estadounidense en la zona, impactada por la Revolución Cubana, redundó en golpes militares en El Salvador (1961), Ecuador (1961 y 1963); Argentina, Guatemala y Perú (1962); República Dominicana y Honduras (1963).

Este proceso de derechización incluyó también el derrocamiento, bajo signo militar, de los gobiernos civiles de Brasil, Bolivia, y Guyana, en 1964; Argentina (1966), y la anulación de las leyes democráticas en Uruguay, en 1967.

La matanza de más de 300 estudiantes mexicanos en la plaza de las tres culturas, Tlatelolco, el 2 de octubre de 1968, puede sumarse a las acciones condenables encabezadas o respaldadas por los altos mandos castrenses en el período.

Sin embargo, paralelo a esta tendencia corrió una liderada por elementos nacionalistas dentro de la oficialidad en la región, que condujo ese año al gobierno a los generales Omar Torrijos, en Panamá, y a Juan Velasco Alvarado, en Perú.

La significación alcanza por ambos es asociada a la aplicación de “una política soberana basada en audaces reivindicaciones sociales y antimperialistas”, en palabras del historiador cubano Sergio Guerra Vilaboy.

Moderadas copias de las disposiciones progresistas implementadas por Torrijos y Francisco Alvarado llevaron a la práctica los generales Guillermo Rodríguez Lara, en Ecuador (1972-1979); Juan José Torres, en Bolivia (1970-1971), y Osvaldo López Orellana, en Honduras (1972-1975).

Al servir a sus pueblos, estos guerreros devenidos políticos desde finales de los años 1960 a los 1980, mostraron una arista positiva del militarismo pocas veces visible y potenciaron el resquebrajamiento de ciertos prejuicios acerca de los oficiales.

La novedosa e inesperada actitud asumida por estos militares en la etapa puso en entredicho la tradicional sumisión y fidelidad de las fuerzas armadas en América Latina a los dictados de Washington.

Al mismo tiempo, indujo a historiadores y analistas a revisar sus miradas críticas al desempeño de los cuerpos castrenses y a distinguir la variedad de corrientes de pensamiento entre sus integrantes.

Pese al empecinamiento de algunas y algunos en buscar las manchas, más que la luz, en este amanecer de siglo sigue vigente el reconocimiento a las diferencias en el sector y a quienes, provenientes de él, encabezan el cambio social en la región.

En buena medida, estos son herederos del legado de quienes favorecieron el rescate de recursos naturales, como el petróleo y el agua; de la jurisdicción panameña sobre el Canal, y una reforma agraria sin precedentes en Perú.

Como parte del Plan Inca, por ejemplo, Velasco Alvarado nacionalizó una porción considerable de la banca y de servicios públicos esenciales, como la educación, ferrocarriles, telecomunicaciones, televisión, radio, teléfonos, y prensa escrita.

Igual, promulgó una ley de aguas, la comercialización estatal de los bienes naturales de la nación, la reversión de yacimientos mineros mantenidos como reservas de las transnacionales y la explotación gubernamental de grandes minas y pozos petrolíferos.

Enorme arraigo popular y trascendencia regional lograron sus normativas encaminadas a regular los salarios, las jornadas laborales, y las jubilaciones, y la recuperación de 200 millas de mar territorial.

Casi de forma paralela, Torrijos estableció una constitución más acorde con las urgencias de su pueblo y puso en alto la dignidad de este al concretar, tras una tesonera campaña mediática, el acuerdo mediante el cual le sería entregado el Canal y los dividendos resultantes de su explotación.

Su muerte sorpresiva, como consecuencia de un sospechoso accidente aéreo, dejó truncas otras medidas de carácter democrático –popular tendientes a mejorar la educación, progresar en la reforma agraria, explotar el cobre con criterio nacionalista y beneficiar a los productores de banano.

-Resortes del militarismo latinoamericano

La realidad siempre es más compleja que la teoría, por lo que matices y retoques no pueden faltar en un posible acercamiento a sus intríngulis, particularmente cuando pretendemos evaluar la función política de 1os militares en América Latina.

Esto es digno de considerar en mayor medida en los tiempos que corren, en que las tecnologías de la información y la comunicación ejercen como dueños y principales armadores de la opinión pública, en vista de lo cual manejan elementos históricos y hechos noticiosos a su antojo.

A tono con la tendencia, el militarismo es presentado como un fenómeno contemporáneo y externo, accidental a la realidad política de la región, y no como la constante más significativa de esta en América Latina.

De acuerdo con el investigador Ignacio Sotelo, para entender la lógica del militarismo en este continente es preciso considerar las estructuras socio -económicas prevalecientes en las distintas épocas, las cuales favorecieron el ascenso casi continuo de 1os militares al poder en estos países.

Vinculado a estas aparecieron formas específicas de intervención militar, como el caudillismo, el militarismo tradicional y el golpe militar de clase media, destinado a lograr reformas estructurales coherentes con 1os intereses de los sectores intermedios, en alianza con la oligarquía.

De esta última variedad pueden distinguirse dos subtipos: el militarismo populista y el tecnócrata, en opinión de Sotelo, para quien el caudillismo surgió del vacío político que siguió a las guerras de independencia contra las metrópolis europeas, en el siglo XIX.

Este guardó en sus inicios estrecha relación con el proceso de dispersión del poder y con la ruralización de la vida económica en virtud del afianzamiento del sistema de hacienda.

El militarismo tradicional y el golpe militar, considera el sociólogo, constituyen la reacción oligárquica a 1os desequilibrios que lleva consigo el desarrollo hacia fuera.

La guerra era una cuestión cotidiana en la América previa a la conquista y el sistema de valores sociales estaba permeado de códigos ligados a ello.

Aunque del Río Bravo a la Patagonia suman decenas las leyendas de guerreros, buenos y malos, vale destacar las relacionadas con los chimú, una de las culturas que aportó precozmente al militarismo en Suramérica.

Este pueblo creó un poderoso estado, que se extendió hasta la costa central del actual Perú y representó un reto para el imperio incaico.

Los chimú formaron una sociedad de claro carácter militarista y su expansión debió mucho a la negativa paterna a legarles a sus herederos al trono los bienes, territorios y habitantes bajo su jurisdicción.

De este modo, cada gobernante tenía que construir su propio palacio, conquistar su propio dominio y generar sus propias fuentes de riqueza.

El sistema militar del estado en esta cultura andina incluía una red de caminos sumamente desarrollada, complementada con murallas fortificadas, fortalezas y centros administrativos bien organizados.

Según fuentes históricas, el guerrero chimú se pertrechaba de porras, estólicas, dardos y mazas, al mismo tiempo que usaba escudos y cascos para la defensa.

Con ello enfrentaron a los incas, que solo lograron vencerlos al cortarles las fuentes de agua provenientes de la sierra.

Otro de los pueblos guerreros que tributó al militarismo en el área es el chanka, único que casi logra aniquilar el poder incaico en sus comienzos.

Este conjunto de grupos humanos, asentado en el centro de la sierra andina, se formó presumiblemente para enfrentar ciertas amenazas o por el interés común de organizar expediciones de saqueo o conquista.

Poco trascendió de la organización, armas y estrategia, de esta cultura más está comprobado científicamente que la disparidad de opiniones marcó el rumbo y la participación de los diferentes grupos.

El prestigio de los líderes de turno, el enemigo a enfrentar, la distancia y otros factores, incidieron en la supremacía de unas tribus sobre otras en una agrupación social que nunca conformó un estado.

La propensión a la guerra acarreó que la comunidad construyera sus poblados en las cimas de cerros y montañas de difícil acceso, rodeados de murallas defensivas simples y compuestas, y hasta de fosos y terraplenes.

Maccanas y porras de piedra, con bordes redondeados y en forma de estrellas; hondas y otros útiles dan cuenta del rudimentario armamento de los chankas, a tono con su bajo nivel tecnológico.

Cronistas de Indias coinciden en afirmar que el ejército de estos pueblos estaba dividido en dos mitades, una comandada por Uscovilca y la otra por Ancovilca.

Cada una llevaba su propia huaca o ídolo, cuya captura o destrucción por parte de los enemigos significaba la derrota e incluso el sometimiento.

Uscovilca era el más poderoso de los guerreros chankas y pertenecía a la facción de los hanan o “los de arriba”, en tanto Ancovilca provenía de los urin o “los de abajo”.

Los incas, por su parte, son presentados como modelo de estado organizado y de fuerte matiz militarista, debido a que lograron sintetizar dos mil 500 años de desarrollo militar en la zona andina al asumir los aportes de los pueblos conquistados por ellos.

-Militarismo de corte colonial

Lyle N. McAlister señala que el militarismo latinoamericano derivó de las estructuras socio-económicas implantadas en la época colonial y de la continuidad en la posición dominante del cuerpo de oficiales en el área desde la segunda mitad del siglo XVIII hasta nuestros días.

Los prejuicios con respecto a la primacía política de los militares datan de estos siglos, cuando los errores cometidos por los designados por los reyes europeos nutrieron la desconfianza en la capacidad de los oficiales para regir el destino de las naciones.

La centuria dieciochesca es clave para la configuración política de las futuras repúblicas hispanoamericanas: en su transcurso surgieron o se consolidaron las estructuras socioeconómicas y las divisiones territoriales que prevalecieron después.

La rápida expansión económica, de reintegración regional y de mayor diferenciación social registrada en este siglo, favoreció el proceso, unido a la reafirmación del poderío inglés frente al debilitamiento de España.

En ese contexto, la metrópoli tuvo que revisar su política militar ultramarina, abolir la encomienda y sustituir la organización de 1os colonos en forma de milicia por un ejército profesional y permanente.

Quienes se alistaban en esos ejércitos no tenían que pagar derechos de peaje para si o sus mercancías; no podían ser detenidos o embargados por deudas, y no estaban obligados a aceptar cargos onerosos en los consejos.

Los privilegios concedidos a esta casta otorgaron a los oficiales un espíritu de cuerpo y una conciencia particular, que hizo atractiva la carrera militar para las clases criollas altas.

Sin embargo, potenciaron la proclividad de los militares a diferenciarse del resto de la población y a sentirse por encima de los estándares o patrones establecidos, lo que minó la autoridad de la administración civil.

Ello carcomió el prestigio de la Corona, la institución política de más arraigo en la América hispana, y propició en cierta medida el estallido independentista, enfatiza Sotelo.

La conflictividad entre ambos polos marcó el desarrollo político de la región luego. El vacio político provocado por la violenta destrucción de las instituciones coloniales y la debilidad de las creadas, trajo la supremacía de las únicas fuerzas medio organizadas, capaces de hacerse con el mando.

Pero casi un siglo después, ningún ejército nacional había alcanzado el grado de profesionalización necesario para ser intercambiable por lo civil y se llegaba a su nomenclatura por razones de orden personal, emparentadas con el carisma.

La expresión política de tales relaciones es el caciquismo y el caudillismo, fenómenos descritos a menudo pero rara vez integrados en una teoría del vacío político que siguió a la independencia.

Desde mediados del siglo XIX, el militarismo en ciernes se oxigenó con la mistificación de la historia y la proliferación de leyendas acerca del papel desempeñado por ciertas personalidades en la guerra.

El caudillo, a menudo revestido con los atributos de jefe militar, se originó en la crisis de la independencia y cayó en la categoría de militarismo, aunque solo debe hablarse de este luego de la aparición de ejércitos con un cierto grado de institucionalización.

Para los autores consultados, el militarismo como tendencia general surge con la creación de cuerpos castrenses jerarquizados, controlados por grupos disciplinado de oficiales, con preparación especial y claras regulaciones.

En América Latina, empiezan a surgir ejércitos en el sentido moderno durante la Bella époque, entre los siglos XIX y XX.

Así como el caudillismo militar corresponde a una fase de ruptura de los vínculos económicos y sociales, la profesionalización del ejército guardó relación con sustanciales cambios en todos los órdenes, acota Sotelo.

Más, es curioso constatar como en medio de estos procesos las élites criollas fortalecidas se tornaron más civilistas y potenciaron el ascenso al poder de personas alejadas en su formación de los predios militares.

Ello no frenó el largo trayecto de inestabilidades en la región y más bien libró a la casta privilegiada de los militares de la acusación constante de ser los únicos culpables del desequilibrio sociopolítico en América Latina.

En última instancia, es la falta de una vida política funcional, acorde con las exigencias de los tiempos, la que permite e incluso obliga a veces a los oficiales a hacerse con el poder e impulsar cambios en el status quo.

Por tanto, el militarismo no es más que una arista del problema ocasionado por la ineficiencia de las instituciones políticas y en su dimensión más amplia, parece un asunto de solución viable en el área.


 

 

2 comentarios

siro monterrosa -

Sigo con interés sus publicaciones. Escribo textos para estudiantes salvadoreños y resulta bastante difícil a veces, encontrar tan buenas referencias y comentarios históricos sobre estos temas. Muchas de sus planteamientos, sirven de base para presentarlo a nuestros estudiantes como ideas necesarias a debatir. Siga adelante.
Siro

ROGGER -

SUS ARGUMENTOS ESTAN +O-