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La huella perdida del dragón

La huella perdida del dragón

   Pocas criaturas míticas despiertan tantos sentimientos encontrados como el dragón, cuya existencia es puesta en duda por los científicos, pese a que casi todas las culturas lo incluyen en sus leyendas.

   Referencias a estos animales gigantes -capaces de lanzar bocanadas de fuego y sobrevolar extensos territorios, según el imaginario colectivo- aparecen desde tiempos bíblicos en expresiones artísticas del antiguo Oriente Medio, Europa, y hasta América Latina.

   Las piedras y tapicerías peruanas de entierros, la “serpiente emplumada” de los aztecas, petroglifos aborígenes americanos, esculturas del Mayán, y otros vestigios de arte ceremonial, ofrecen señales de tales especímenes.

   También representaciones de los dragones fueron halladas en la cultura babilónica, mosaicos romanos, cerámica asiática, trajes reales, cubiertas de entierro y en sellos oficiales egipcios.

   La tradición oral enseña que para los celtas, estos eran expresión de la soberanía y una divinidad de los bosques, cuya fuerza podía ser controlada y utilizada por los magos.

   Ello coincide en cierta medida con la visión de los romanos antiguos, para quienes estas criaturas eran el poder y la sabiduría, mientras que los persas veían la maldad en el identificado como Azi Dahaka.

   Al avanzar la Edad Media, el catolicismo reforzó la criminalización de estos y los convirtió en íconos del mal, la apostasía, la traición, la cólera, la envidia, la opresión, la decadencia y la herejía.

   El término dragón –del latín draco y del griego drakon- había sido empleado por los autores del Viejo Testamento para referirse a los monstruos del mar y de la tierra.

   Un dragón personifica al mal en el libro del Apocalipsis de San Juan y es vencido por la fe, en la figura de San Jorge.

   Las dudas acerca de la existencia de estas criaturas extraordinarias cunden cuando constatamos que Herodoto -uno de los historiadores más respetado en el siglo 450 antes de nuestra era (a.n.e)- describió enormes animales que volaban en el período cerca de Arabia, Judea y Jordania.

   Casi un siglo después, en la región china de Sichuan, uno de sus pobladores dijo haber encontrado huesos de dinosaurios, en una época en la cual corrían leyendas sobre monstruos voladores que asolaban la aldea.

   Marco Polo, el famoso navegante veneciano, escribió en sus memorias que había avistado seres parecidos a los dragones y hasta había sido atacado por uno de ellos en las inmediaciones de Persia, hoy Irán.

   De acuerdo con Relaciones de Curiosidades, publicado bajo la autoría de Eberhard Werner Happel, en el siglo XVII, un joven caballero de la orden de San Juan mató a un dragón en Rodas, en 1345.

   Deodatos de Gozón, el supuesto héroe del relato, fue apenas uno entre los tantos a los cuales le atribuyó acciones de esa naturaleza en historias supuestamente ocurridas en países exóticos.

   Happel contribuyó en gran medida a difundir la creencia en que existían varias especies de dragones, casi todas con alas y que despedían fuego, pero de cuatro patas o dos patas, terrestres o marinos.

   El hallazgo de los primeros fósiles en las capas internas de la tierra, en el siglo XVII, contribuyó a que la leyenda proliferara tras demostrarse la fragilidad de la tesis acerca de la creación del universo por Dios, sólo seis mil años a.n.e.

   Entre hombres de ciencia de la época ganó terreno entonces la esperanza de que pudieran hallarse vestigios de dragones ancestrales, pero todas las búsquedas desatadas resultaron infructuosas.

   En contraposición surgió, para 1691, la teoría del “Principio Espermático” o “Aura seminalis”, que procuró explicar el nacimiento de animales deformes o a medio hacer, entre los que consideraba al dragón.

   Esta hipótesis defendía que el poder de la reproducción radicaba en el macho, porque la cabeza de cada espermatozoide portaba un ser adulto por crecer y sólo precisaba del ambiente adecuado para desarrollarse.

   El semen evaporado pasaba al aire y luego caía en la tierra con la lluvia, lavado. La mezcla de los sémenes de distintos animales daba lugar, en opinión de Karl Nikolaus Lang, a un ser incompleto: el dragón.

   La teoría del Principio Espermático ganó amplia aceptación entre los sectores populares, pese a que paleontólogos y otros especialistas arremetieron contra ella y procuraron ratificar que esos seres sólo eran fruto de la imaginación.

   Científicos concuerdan en este siglo que si hubieran existido y con semejantes dimensiones, los dragones no hubieran podido ser de carne y hueso, ni capaces de volar o escupir fuego.

   Más, algunos pueblos siguen reverenciando a estos seres extraordinarios como representantes de las fuerzas de la naturaleza y del bien. Tal es el caso de los longs chinos, probablemente los más conocidos en el mundo.

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