Conmoción en Colombia
Centurias de imposición y marginación enfrentan los indígenas colombianos, culpados por las clases dirigentes del país suramericano de ser instrumentos de la subversión y obligados a salir una vez más en defensa de sus derechos ciudadanos.
El desplazamiento forzado de muchas de estas comunidades de sus tierras ancestrales- en estrecho vínculo con el conflicto armado iniciado hace varias décadas- y la postergación de una necesaria reforma agraria, destaparon la Caja de Pandora desde el 11 de octubre de 2008.
A partir de entonces, las protestas masivas en los departamentos del norte, centro y occidente, removieron los quebrados cimientos de la nación y alrededor de una veintena de aborígenes murieron ante la represión desatada por agentes de la fuerza pública.
Los fallecidos engrosaron una lista de más de mil 226 indígenas asesinados, 300 desaparecidos y mil 660 encarcelados, desde 2002 hasta mediados de octubre de 2008, en tanto continúan en la impunidad miembros de distintos grupos armados irregulares, paramilitares, antimotines y otros, responsabilizados de estos crímenes por organismos humanitarios internacionales y agrupaciones locales.
En esta ocasión, como en la mayoría de las anteriores, los aborígenes sólo cometieron un crimen: insistir en la necesidad de acabar con el conflicto armado, con el irrespeto a sus territorios, y que les entreguen créditos o programas para desarrollar la agricultura.
Las autoridades gubernamentales alegan que 30,7 millones de hectáreas, de las 115 millones que posee el país, están en manos de comunidades autóctonas- lo que beneficia apenas a 1,3 millones de personas o dos por ciento de la población colombiana-, y aseguran estar en proceso de comprar cuatro mil 800 hectáreas para repartirlas entre el sector antes de finalizar el 2009.
Más, las estadísticas oficiales ocultan lo que revelan entes como la Organización Nacional de Indígenas de Colombia (ONIC): el 0,4 por ciento de los propietarios posee el 65 por ciento de la tierra propicia para la agricultura y ganadería en el país, con predios superiores a cinco mil hectáreas en promedio.
Entre esos terratenientes se inscribe el presidente, Álvaro Uribe, dueño absoluto del latifundio El Ubérrimo en Córdoba, con dos mil hectáreas en las mejores tierras del valle del río Sinú; de otras extensiones en el oriente antioqueño, área rural de mayor valor del país; y socio de la hacienda Guacharacas, en la ribera derecha del río Nus.
Datos de la ONIC dan cuenta, además, que del millón 370 mil aborígenes censados oficialmente, más de 400 mil fueron expulsados de sus territorios ancestrales y en los últimos seis años, 52 mil ingresaron en las filas de los desplazados por la guerra. En consecuencia, 18 pueblos autóctonos colombianos están en riesgo de desaparición.
El incremento del costo de la vida, en correspondencia con la incidencia de factores internos, ligados a la turbulenta situación internacional, toca de cerca a este grupo de la sociedad colombiana y también impulsa acciones de protesta. Sin embargo, medios de comunicación y representantes del poder ejecutivo procuran dar un matiz político a las manifestaciones de los indígenas y repiten la tesis de que estas son promovidas por las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia.
Para el ministro de Protección Social, Diego Palacio, las marchas y protestas que este mes abarcaron a todo el país fueron planeadas para desestabilizar a la administración de Uribe, mientras la directora del Departamento Administrativo de Seguridad, María Pilar Hurtado, informó que dos franceses y una alemana fueron repatriados por presunta participación en las manifestaciones.
Los líderes de los aborígenes, en cambio, rechazan tales imputaciones y hasta denuncian intentos de espionaje en su contra. En este ámbito, descubrieron a un soldado intentado dejar en territorio indígena transmisores radiales y manuales sobre el uso de armas y explosivos, para que la policía pudiera presentarlos luego como evidencias de la supuesta infiltración de insurgentes entre los manifestantes.
A tono con las declaraciones de los indígenas, la Federación Internacional de Derechos Humanos y otras organizaciones internacionales pidieron al gobierno acabar con la represión, en particular en zonas del departamento de Cauca.
Asesinatos, heridas de bala o piedras, reprimendas con bastonazos o palos, y otros métodos coercitivos, están a la orden del día en estos días en Colombia, la nación más violenta de Latinoamérica. A estas alturas, víctimas son contadas en ambas partes, aunque la cuota mayor recae en quienes carecen del apoyo del Estado.
El inventario de acciones contra el gobierno crece y prueba la insatisfacción generalizada con el status quo: por casi 50 días, más de 43 mil afiliados a la Asociación Nacional de Empleados de la Rama Judicial se negaron a asumir sus funciones con tal de lograr la concreción de la nivelación salarial prevista en una ley aprobada en 1992 e incumplida hasta ahora.
El 21 de octubre, casi 20 mil aborígenes de una docena de etnias iniciaron una caminata hacia la occidental ciudad de Cali, la tercera mayor ciudad colombiana, en tanto 15 mil cortadores de caña sostenían una huelga de brazos caídos en el departamento de Valle del Cauca
El 23 de octubre, más de medio millón de trabajadores colombianos protagonizaron un paro nacional y la jornada concluyó con tres marchas que, desde diferentes puntos, confluyeron al mediodía en la capitalina plaza de Bolívar.
Criticas a las malas condiciones de trabajo, a las políticas neoliberales del gobierno, a la dependencia de Estados Unidos, y reclamos a la salida de las empresas transnacionales del país, coincidieron también en los reclamos de estos grupos, a los cuales se sumaron feministas, estudiantes y profesores universitarios, entre otros.
Sobre esas bases, Uribe aceptó reunirse con representantes de los indígenas el domingo 26 de octubre, en Cali. Queda por ver lo que resultará del “amplio y constructivo diálogo” proyectado por el gobierno, según César Mauricio Velásquez, Secretario de Prensa de la Presidencia.
El mandatario, conminado por los indígenas a dialogar con sus dirigentes en público, es culpado de incumplir con el fallo de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos a favor de los integrantes de la comunidad Nasa, en 2005.
En virtud de lo acordado entonces, el Estado debía restituir 15 mil hectáreas a los aborígenes en compensación de la masacre del Nilo, ocurrida en diciembre de 1991, que costó la vida a 20 indígenas, incluidos mujeres y niños. Ello nunca ocurrió.
¿Cobrará un nuevo rumbo la historia?
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