Rufina Amaya: voz contra el olvido en El Salvador
Una de las voces alzadas contra el olvido de los crímenes cometidos por el Ejército durante la guerra interna en El Salvador (1980-1992) perteneció a Rufina Amaya, la única sobreviviente de la masacre de El Mozote.
Gracias a su testimonio-divulgado por la emisora Radio Venceremos-, logró reconstruirse el horror vivido por los pobladores del caserío del municipio de Meanguera, situado en la oriental zona montañosa de Morazán, limítrofe con Honduras, donde hasta la fecha aparecieron restos de 765 personas.
Amaya narró cómo los soldados del Batallón de Reacción Inmediata Atlacatl torturaron y asesinaron a los hombres y luego a las mujeres, ancianos e infantes, de la comunidad, y con ello aportó valiosos argumentos a la Comisión de la Verdad de la Organización de Naciones Unidas para esclarecer lo ocurrido en el lugar.
La mujer falleció dos décadas después de ver morir a sus hijos, esposo y vecinos durante el operativo militar que arrasó con el poblado salvadoreño, pero antes relató el modo en el cual los asesorados por militares estadounidenses quemaron los sembrados, ranchos y la iglesia de la zona, entre el 11 y el 13 de diciembre de 1981.
-“A las cinco de la tarde comenzaron con nosotras. Nos formaban en filas de a cinco, yo estaba en la última. Nos quitaron a los niños, a mí me arrancaron a la más chiquita prácticamente del pecho. Los encerraron en una casa y empezaron a matar a las mujeres”, explicó a la emisora radial salvadoreña.
-“Dos de mi misma fila estallaron en llanto e histeria. Yo me arrodillé acordándome de mis cuatro niños, me tiré a un lado y me metí detrás de un árbol. En la confusión los soldados no me vieron y ahí me quedé”, precisó la mujer.
Según Amaya, su esposo fue uno de los primeros que mataron porque se quiso salir de la fila de camino a la ermita: -“Vi cómo le dispararon y luego le dieron con el machete. Por las ventanas lo veíamos todo. Ya al mediodía habían terminado de matarlos a todos".
En el ámbito de esa fase de la operación contrainsurgente, denominada Yunque y Martillo, los soldados encerraron a niñas y niños en una casa rústica llamada El Convento, detrás del templo católico, y con posterioridad los exterminaron a balazos e incineraron sus cuerpos.
Luego de lo acontecido, Amaya permaneció en los refugios ubicados en la frontera con Honduras, cocinó para la guerrilla y al finalizar la contienda, fue una fundadora de la Ciudadela Segundo Montes, donde hoy descansan sus restos mortales.
Cuentan que al morir, a los 63 años de edad, la principal testigo de los sucesos de El Mozote mantenía la mirada clara pero triste, la cual la distinguió desde que presenciara el asesinato en masa de cientos de personas.
-“Por las noches no puedo dormir. Me levanto, no estoy bien, aunque lo he superado”, confesó con los ojos anegados en lágrimas antes de que un paro cardiaco acabara con su vida, en un hospital estatal de la ciudad de San Miguel, a unos 140 kilómetros al este de la capital salvadoreña, en el 2007.
Desde la firma de los Acuerdos de Paz, en enero de 1992, Amaya asistió a los actos celebrados cada año en homenaje al hecho: “tengo que estar presente porque yo soy el fondo de esa declaración tan grande, si yo no hubiera dicho nada, no se supiera nada de lo que le pasó a esa gente”, afirmó en una ocasión.
Ella logró salvarse milagrosamente de la masacre porque alcanzó a esconderse detrás de un arbusto de manzana, pero nunca logró superar lo vivido en esos días, demuestran declaraciones suyas recogidas en el libro Luciérnagas de El Mozote (1996), editado por el Museo de la Palabra y la Imagen.
El texto pone al descubierto el terror implantado por las huestes militares salvadoreñas contra los campesinos e indígenas en medio del conflicto armado y el modo en que los inculpaban de comunistas y guerrilleros, por supuestamente colaborar con los integrantes del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional.
Amaya nació y creció en El Mozote, poblado a 160 kilómetros de San Salvador, devenido uno de los principales objetivos de los militares salvadoreños por su cercanía a lo que ellos identificaban como zona roja comunista.
Sin embargo, historiadores coinciden en que las relaciones de los lugareños con la Fuerza Armada siempre fueron estables, porque los católicos eran minoría en el caserío y al contrario de lo ocurrido en otros poblados, no impactaron fuertemente en él los preceptos de la Teología de la Liberación ni los mensajes de la guerrilla.
Fidelia, la única hija de Amaya sobreviviente, comentó que, incluso, ocho días antes de la masacre, las mujeres habían cocinado durante una semana para alimentar a un grupo de soldados.
A pesar del testimonio de su madre y de otras evidencias, los mandos militares siempre negaron la matanza, mientras las autoridades estadounidenses intentaron restar importancia a las noticias sobre este y otros hechos similares registrados entre 1980 y 1992.
Estadísticas oficiales dan cuenta de la muerte de más de 75 mil personas en el período, la mayoría civiles y exterminados en matanzas perpetradas por militares que nunca fueron juzgados, en virtud de la polémica Ley de Amnistía, vigente desde 1993.
0 comentarios