Militarismo en tiempo de globalización
La aceptación de que el militarismo es por encima de todo una ideología es cada vez mayor, sin embargo, los discursos contra este fenómeno siguen insistiendo en su parte más visible: el desarrollo de la industria bélica y de los aparatos militares, en función de la guerra.
Ello está vinculado al aumento desproporcionado de los gastos militares por parte de los gobiernos de todo el mundo, alentados por Estados Unidos con la complicidad de las transnacionales, y suelen desatenderse de la necesaria modernización y adquisición de pertrechos para la defensa.
Desde esta lógica, países cuyos gobiernos son constantemente asediados y por ende, sus pueblos proclives a ser invadidos, son condenados -hasta en los análisis más serios acerca de la problemática- por invertir cuantiosos recursos en la preparación para la contraofensiva, si fuera necesaria.
Poco importan los programas financiados por estos Estados con tal de resolver o al menos contrarrestar males sociales más añejos que el mejor de los vinos.
Ríos de tinta y esfuerzos son desparramados por doquier con tal de convencer a los distintos públicos, pero particularmente a los seguidores de las fuerzas de cambio, de su supuesta tendencia al rearme en tiempos de crisis.
Quienes incurren en la desidia evitan los cuestionamientos contra la potencia que aprobó el presupuesto militar más descomunal de la historia en medio de la debacle económica y financiera más terrible para la humanidad: Estados Unidos.
Al cerrar 2009, los integrantes de la Cámara de Representantes de ese país aceptaron para este año una partida presupuestal para gastos militares ascendente a 636 mil 300 millones de dólares, pese a la miseria que enfrentan más de 16 millones de norteamericanos.
De igual modo, el Congreso de Estados Unidos liberó otro paquete de 80 mil millones de dólares para preservar las posiciones agenciadas por la fuerza en Iraq, sin considerar el repudio internacional a esta ocupación.
Esto se añadió a las sumas millonarias que sigue invirtiendo el gobierno de Barack Obama en el sostenimiento de bases militares en todas las regiones con tal de preservar su supremacía en ese orden, interferir las comunicaciones, y controlar mayor número de recursos naturales.
Presencia militar estadounidense en América Latina
En la última década, Estados Unidos consolidó un sistema global imperial, al completar 735 bases militares diseminadas en 130 países, según datos del Pentágono.
Si en tal listado se contemplan los llamados acuerdos de cooperación militar firmados con distintos gobiernos -como el que posibilitó el sostenimiento de la Base ecuatoriana de Manta hasta la llegada del presidente Rafael Correa- puede afirmarse que existen más de mil bases estadounidenses en el mundo.
Gran parte de estos enclaves se concentran en América Latina, área para cuyo control, las autoridades norteamericanas quintuplicaron el presupuesto militar desde que inició el siglo XXI.
Tal objetivo implicó el reforzamiento de posiciones desde el sur de México hasta Centroamérica, en la zona Amazónica y en la sureña Triple Frontera, rica en petróleo, minerales y agua.
El redoblamiento de la presencia militar estadounidense en el continente aconteció a partir del cierre de la Base Howard en Panamá, en 1999, cuando Estados Unidos instaló otras cuatro nombradas Centros Cooperativos de Avanzada o Puestos de Seguridad Cooperativa, bajo el pretexto de la lucha antidrogas.
Además de las bases de Guantánamo (Cuba) y Puerto Rico (exceptuando Vieques), se habilitaron en distintos puntos del hemisferio las FOL’s, Fuerzas de Despliegue Rápido o Bases de Operación a Distancia.
Existen también bases militares en Comalapa, El Salvador; en Punta Cana, Honduras, Reina Beatriz en Aruba; Hato Rey en Curazao; Siete Esquinas , Leticia y otras no reconocidas, en Colombia; e Iquitos en Perú, que cierran un circuito de control y de despliegue de tropas.
Estos y otros sitios con instalaciones de radar, bases aéreas y tecnologías de avanzada, además cumplen la misión de seguir de cerca las acciones de los movimiento sociales populares, monitorear la migración y todo lo englobado en la gran bolsa del terrorismo.
El rector de esta estrategia es el Comando Sur con sede en Key West, Florida, considerado por algunos analistas el principal interlocutor de los gobiernos latinoamericanos y el articulador de la política exterior estadounidense en el continente.
Raúl Zibechi, periodista e investigador uruguayo, afirma que "el Comando Sur tiene más empleados trabajando sobre América Latina que la suma de los contratados por el Departamentos de Estado, Agricultura, Comercio, Tesoro y Defensa".
Reforzamiento y modernización del parque para la defensa en América Latina
América Latina es una de las regiones del mundo que, por tradición, menos recursos destina a la defensa: entre 1995 y 2004 apenas dedicó a ese reglón de 1,77 a 1,31 por ciento del Producto Interno Bruto, salvo en 2001, cuando se subió del 1,50 al 1,58 por ciento.
Ello guarda relación con la escasa probabilidad de enfrentamientos bélicos en la región, pese a la exacerbación de algunos conflictos bilaterales y de la elevada tasa de violencia en la zona, con 27,5 homicidios por cada 100 mil habitantes.
Sin embargo, a partir del 2005 se rompió la tendencia decreciente de los presupuestos de defensa hasta alcanzar los 28 mil millones de dólares como promedio por año.
Más, lejos de desplegar conscientemente una carrera armamentística, los gobiernos de América Latina se vieron obligados en el presente siglo a renovar un material obsoleto frente al avance de la industria de la muerte y a los aires guerreristas desatados desde el Norte.
Desde el fin de las dictaduras militares, los países latinoamericanos evitaron desembolsos en cuestiones de guerra y algunos, incluso, priorizaron la redistribución de recursos para impulsar programas destinados a paliar los efectos de las medidas de corte neoliberal aplicadas entre los años 1980 y 1990.
No obstante las buenas intenciones, 45 por ciento de la población latinoamericana -o sea 224 millones de personas-continúan atrapadas en la pobreza y la indigencia, pero el medio obliga a repensar estrategias a favor de la defensa.
Quienes prefieren ver las manchas más que las luces nunca admitirán que tanta importancia tiene para un país solucionar o aliviar problemas sociales de todo tipo, como incorporar armas para enfrentar posibles agresiones en un contexto globalizado y altamente conflictivo.
La mundialización del capital implica la internacionalización de los circuitos de este bajo la dirección del capital financiero y presupone su mayor movilidad geográfica.
De idéntica manera, esta conlleva la globalización de las políticas macroeconómicas, de la división de la producción entre países organizada bajo el control de las transnacionales y, por consiguiente, de estrategias de protección y defensa de sus capitales por las grandes potencias.
La mundialización supone, igual, un cambio sustancial del papel de los Estados. Las estructuras supra-estatales posibilitan el desarrollo del sistema a mayor escala y por ende, aquellos se ven obligados a adecuar sus actuaciones al control social y a la recaudación.
En este ámbito, los Estados desarrollan en sus fronteras las condiciones para la movilidad de mercancías y capitales, realizan las políticas de ajuste y desregulaciones y contribuyen a la creación de instrumentos transnacionales que consoliden el nuevo orden.
La política de desestructuración y deslocalización de seres humanos y empresas, resultante de este proceso en su fase neoliberal, crea a su vez amenazas represivas y subversivas cuya solución, comúnmente, es militar.
La situación ha llegado al extremo de privatizar la seguridad a través de empresas de mercenarios con la más alta tecnología militar, que ofrecen un know how que asocia lo militar a una estructura empresarial de asistencia bélica.
Los ejércitos corporativos del cine y la literatura de ciencia ficción son una realidad en esta época: Blackwater USA, por sólo citar alguna, es un holding de cinco compañías, Blackwater Training Center, Blackwater Target Systems, Blackwater Security Consulting, Blackwater Canine y Blackwater Air.
Estas condiciones poco afectaron las discutibles fronteras y la semisoberanía de los países latinoamericanos, más incidieron en la complejización de la violencia y de las relaciones sociales en estos.
Los espacios andinos y Colombia, por ejemplo, se convirtieron en un dolor de cabeza para los norteamericanos y otros sostenedores del nuevo orden desde hace varias décadas.
La falacia de la lucha antidrogas chocó con la rebeldía y la resistencia, implícitas en la memoria histórica de estos pueblos, que se alzaron en varias ocasiones contra los desmanes de los acólitos de las transnacionales de la minería, las petroleras y otras.
Las protestas de estos sectores coincidieron en el tiempo con el auge de las manifestaciones de otros grupos sociales, interesados en transformar el status quo.
Frente a ello, Estados Unidos aumentó las misiones de fuerzas especiales, las asesorías militares, los entrenamientos, los planes operacionales, las transferencias de equipos para el monitoreo, y otras acciones.
Mientras, los países miembros de la Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América, impulsaron un sistema económico sin precedentes, centrado en la atención el ser humano, en la solidaridad, la cooperación, la redistribución y la complementariedad.
El desafío de América Latina
La realidad obliga siempre a reajustar planes individuales y programas estatales. En el mundo, el presupuesto militar aumenta año tras año y los aliados de Estados Unidos siguen financiando con decenas de miles de millones de dólares sus intervenciones en el Oriente Medio y otros países.
Como destacara Toni Solo, en un artículo publicado por el sitio digital Rebelión, también "el golpe de Estado en Honduras y la instalación de siete bases militares más en Colombia y otras en Panamá indican el desarrollo de una simetría inversa entre el militarismo del imperio y su declive económico domestico".
La historia enseña que ante las crisis domésticas, las salidas suelen ser la reactivación del complejo militar-industrial. Baste repasar los detonantes de la guerra en Corea, Vietnam, el Golfo, Iraq y Afganistán.
En los últimos años, en América Latina, Estados Unidos apoyó tácitamente el golpe de Estado militar en Honduras; respaldó la "guerra contra la droga", que profundizó la incontrolable crisis social y económica en México; sumó otras siete bases militares en Colombia y dos navales en Panamá.
El gobierno de Barack Obama reactivó, además, el antiguo centro de comunicaciones y espionaje en Costa Rica a un costo mayor de 10 millones de dólares.
De hecho, el Comando Sur señala como su tercer objetivo "lograr que los aliados tengan la voluntad de participar en "operaciones combinadas" y en sintonía, se organizan ejercicios militares conjuntos en distintas zonas del continente.
Las doctrinas y objetivos detrás de estas acciones están emparentados con la Doctrina de la Seguridad Nacional, que ubica al enemigo dentro de cada Estado y sustenta la criminalización de las protestas sociales.
Es como si no existiese otro modo de hacer las cosas que por medio de las armas y más vale estar preparados para cualquier toque de diana contra la soberanía.
La remilitarización tiene una influencia decisiva en cada Estado a la hora de asignar recursos. Dominación y resistencia son dos caras de una misma moneda y ello explica en buena medida el porqué los presupuestos militares se elevaron a nivel continental en el último lustro.
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