Homofobia, xenofobia, machismo y otros hijos del militarismo
La militarización reproduce estructuras patriarcales de dominación perjudiciales a millones de mujeres y hombres en el mundo, sobre todo a quienes cuya orientación sexual difiere de la establecida por los cánones, estructuras y políticas sociales.
Estas personas padecen por lo general el irrespeto a sus derechos ciudadanos ante la incidencia de un fenómeno que refuerza un patrón marcadamente discriminatorio y excluyente, erigido sobre la lógica del poder heterosexual, monogámico, blanco, adulto y masculino.
Convenciones sociales, prácticas religiosas, jurídicas y políticas, inciden igual en la prevalencia de la marginación contra las y los “diferentes” y en algunas ocasiones avalan acciones de fuerza en detrimento de estos seres humanos.
Miembros de organizaciones antimilitaristas, académicos y defensores de los derechos de las personas, concuerdan en que el patriarcado extendido hace varios siglos es el causante e impulsor principal del arraigo de la ideología militarista.
Ambos reproducen las difíciles condiciones en que viven miles de millones mujeres pobres, negras, indígenas, desplazadas, violentadas, violadas, asesinadas, invisibilizadas, y excluidas.
Junto a niños y niñas, ancianas y ancianos, ellas constituyen la parte más vulnerable de la sociedad y se ven forzadas a resistir las guerras, los conflictos bélicos, y cargar en sus espaldas el peso de la militarización creciente.
El cuerpo de las mujeres casi siempre es considerado un trofeo de guerra y, particularmente en espacios sometidos a conflictos bélicos, sobre sus cabezas pende la amenaza de la violencia sexual, la prostitución, la trata de personas y otras cuestiones degradantes.
Las historias de las maltratas sexualmente en estos ámbitos e incluso, en situaciones de supuesta paz social, casi nunca aparecen en los medios de comunicación y en pocas ocasiones son tenidas en cuenta al diseñar políticas públicas.
La militarización sobrepasa la implementación de planes guerreristas o bases militares, esta implica proyectos orientados a adueñarse de la cultura, de los recursos naturales, y de los conocimientos de las culturas ancestrales, de acuerdo con la investigadora cubana, Idania Trujillo.
En proporción con la expansión de esta concepción, las mujeres cargan el pesado fardo de la violencia engendrada por la lógica de guerra sobre sus cuerpos y enfrentan prácticas violatorias de sus derechos tan añejas como el esclavismo.
-Control sobre los cuerpos
La dictadura sobre los cuerpos es uno de los rasgos más aberrantes en las sociedades violentas en las que vivimos y cualquier acto de disidencia en relación con los esquemas de dominación impuestos es condenado por todas las vías.
Por más resistencia que hacemos, terminamos sucumbiendo frente a una que otra propuesta de la pertinaz lluvia de supercherías bien pensadas por los encargados de oxigenar al capitalismo a partir del fomento de una cultura de masas, acorde con los postulados de dominación de ese sistema.
Las sutilezas escasean. El mensaje discriminador es cada vez más descarnado y a tono con ello, pronto se aprende que para alcanzar el probable triunfo anunciado vale salir de compras con mayor frecuencia, aclararse el cabello, depilarse el cuerpo y la mente, y someterse a la tiranía de un régimen alimenticio estresante.
Las trasnacionales mediáticas y sus repetidoras nacionales suben sus dividendos con el manejo de poderosas armas: la información, la publicidad y el entretenimiento.
La combinación de estas les permite imponer estilos de vida e intereses, el individualismo, el consumismo, la pérdida de identidad, y la dependencia en todos los órdenes.
Los códigos inoculados por los megamedios y sus sucedáneas incitan a dedicar más tiempo al cuidado de la apariencia, que a pensar y convierten a colegas, familiares y amigos, en marionetas capaces de maltratar a su congéneres con tal de encausarlos por la ruta preconcebida.
Como resultado, las exigencias a los pasaditos de peso o a los menos superficiales al procurar el acercamiento a la realidad circundante, se multiplican.
Pareciera que el añejo “mente sana en cuerpo sano” greco -romano cobrara oxígeno, pero mal interpretado.
Lejos de propiciar una mejor estabilidad mental, los que cargan curvas pronunciadas y masitas de más, están obligados a abolirlas a riesgo de su salud y de no lograrlo, pueden terminar en frustraciones irreversibles.
-Trata de personas en el contexto de la cultura de guerra
En medio de las confrontaciones armadas, el cuerpo deviene campo donde se libran también terribles batallas, pero ya no por mejorar apariencias.
Las más crueles violaciones contra las mujeres, en ámbitos de guerra, acontecen sobre su estructura física y ni que hablar de los derechos sexuales y reproductivos.
La búsqueda de cambios sociales en todos los órdenes, incluso al interior de movimientos orientados conscientemente a ello, choca muchas veces con los esquemas patriarcales legados y las féminas tienen que imponer sus agendas frente a las diseñadas en nombre de todas y todos.
El fundamentalismo religioso imprime su huella sobre los más avanzados y hace tambalear a las propuestas más revolucionarias en medio de organizaciones compuestas por seres humanos herederos de los valores y anti –valores profundizados por la cultura de guerra.
Por otro lado, datos de la Organización de Naciones Unidas refuerzan la tesis de que en nuestro tiempo, miles de millones de féminas son atropelladas, intercambiadas, regaladas, compradas o vendidas, no sólo para el matrimonio sino para el comercio sexual.
La trata de personas, considerada la expresión moderna de la esclavitud, mantiene en circulación más de 32 mil millones de dólares en el mundo, cada año.
Este es el tercer negocio ilícito más lucrativo en nuestro tiempo, después del tráfico de armas y de drogas, según el ente internacional.
La trata consiste en el traslado de personas engañadas a lugares donde sufrirán explotación laboral o sexual, mientras que el tráfico es la facilitación de la entrada ilegal a un país de un extranjero con el objetivo de obtener ganancias financieras o materiales.
Mujeres y niñas son las más afectadas por ambos flagelos: estas constituyen 80 por ciento de los casos identificados y los menores de edad representan entre 15 y 20 por ciento del total, de acuerdo con la Oficina de la ONU contra la Droga y el Delito.
Las víctimas de los criminales dedicados a estas actividades no sólo son llevadas a destinos tradicionales, como Canadá, Estados Unidos y Europa, sino también son trasladadas dentro de las fronteras de otras regiones para su explotación sexual o trabajos forzados.
Esto es posible por la complicidad de funcionarios, agentes policiales, aduanales y de todo tipo, vinculados a las estructuras del Estado y a los cuerpos militares, muestran evidencias recopiladas por seguidores del tema.
Detrás de cada acción de este tipo, subyace la convicción de que todo tiene su precio y el de las niñas y mujeres es uno de los más bajos, por el arraigo del machismo entronizado en los poros de nuestras sociedades.
Las preferencias de las mujeres carecen de peso o son casi nulas en el patriarcado y ello explica porque hasta en países de elevado desarrollo económico, que exhiben altos índices de instrucción, se desdibujan las fronteras entre violación y sexo consensual.
Lo importante es la satisfacción del macho y en última instancia queda el daño que pueda significar para la integridad física o mental de la predestinada a aceptar su condición de subordinación frente a él.
El rasgo distintivo de la ideología militarista es la dominación, cuya herramienta fundamental es la utilización de la fuerza contra la otra o el otro, a partir de la imposición de determinadas formas de vida y de entender esta.
Al reducir el concepto de militarismo sólo a la cuestión pública -entendida como Estado o gobierno de un país sometido a los dictados de los militares- se peca por obviar lo que éste repercute en lo cotidiano.
El militarismo está presente en todos los ámbitos de la vida, tanto privada como pública, pues ambas son contrarios dialécticos: una sin la otra no puede existir, a pesar de que en determinados momentos se presupongan, escondan o disimulen entre si.
La vida y el respeto al otro son olvidados en ámbitos marcados por la ideología militarista y el predominio de conceptos totalizantes termina creando un imaginario social donde el yo y el nosotros se diluyen en beneficio de fenómenos supranacionales excluyentes.
El autoritarismo, la uniformidad sugerida e impuesta a través de los aparatos ideológicos de la globalización, y la anulación de la diversidad, en todas sus facetas, son reflejos nítidos de lo que logra el militarismo como ideología sin necesidad de apelar a las armas.
Lo contrario de la paz no es la guerra, sino la violencia, que puede expandirse por los tejidos más recónditos de la sociedad aún sin llegar a desatarse un conflicto bélico.
Mujeres y hombres de todos los rincones del planeta, sujetos a la visión militarista in crecendo, apenas se percatan de que la pluralidad, lo distinto, son presentados como amenazas para la sociedad.
La xenofobia, uno de los hijos del militarismo, es común en países como Estados Unidos, Canadá y en la “culta” Europa, donde los extranjeros son vistos como un peligro por los trabajadores necesitados de preservar sus limitadas fuentes de ingreso, pero más, por los poderosos.
Políticos, funcionarios estatales y medios de comunicación a su servicio, evitan la inmigración y alientan el rechazo, al descargar sobre los emigrados las culpas de los males sociales que ellos contribuyen a profundizar desde sus puestos de mando.
Ser latino, africano, asiático o de otra zona menos aventajada en lo económico, es un delito en los países del Norte, y sobran los ejemplos de los modos en que esto puede ser castigado de forma extrajudicial.
Más la xenofobia, como otros hijos del militarismo, no es exclusiva de la parte superior del globo terráqueo.
Ser nicaragüense en Costa Rica, por ejemplo, redunda en miradas retorcidas, recelos, y puede invalidar para empleos mejor remunerados que el servicio doméstico, la agricultura, la construcción y otros, asumidos casi siempre por los oriundos del vecino territorio centroamericano.
-Machismo bajo signo belicista
La cultura occidental logró abarcar buena parte del mundo desde hace varios siglos y en correspondencia, quedó gravada también la relación entre mujeres y hombres como la única forma de matrimonio concebible y lógica.
La homosexualidad, condenada como un acto contra natura, llegó a ser considerada una patología en los predios científicos, en las décadas del 1970 al 1980.
Los argumentos esgrimidos por los integrantes de las sociedades de sicología, de forma esencial en países del Norte supuestamente avanzado, contribuyeron al arraigo de la homofobia y de las elevadas cuotas de violencia contra los practicantes de las identificadas como desviaciones sexuales.
Derrame de sustancias tóxicas, productos inflamables, armas de fuego, golpes, maltratos de palabra, abusos sexuales, y otras acciones criminales, acontecen en todas partes contra homosexuales de ambos sexos, sin que las personas se inmuten por considerar a estos dignos de castigos.
Concordamos con el sociólogo australiano Raewyn Connell, en que las “masculinidades son las formas en las que se manifiestan muchas dinámicas violentas”.
En virtud de estos patrones, los varones se ven obligados a asumir determinados roles durante su vida con tal de demostrar su virilidad y hasta lo entendido como hombría.
El incapaz de sortear las pruebas constantes de las masculinidades tradicionales –promiscuidad, machismo, dureza de sentimientos, cabello corto, voz y ademanes fuertes, etc.- correrá el riesgo de la burla y el menosprecio por parte incluso, de las mujeres.
Por suerte, todo parece indicar que la masculinidad hegemónica cambia y que la predilección de la mayoría por la fuerza física o de carácter, casi rozando la insensibilidad, pierde terreno.
Quizás uno de los mejores reflejos de ello es la proclividad a aceptar la metrosexualidad moderada o lo que es lo mismo, la asunción por parte de los varones de estilos de vida atribuidos por la tradición a las mujeres.
La orientación sexual del individuo nada tiene que ver con este fenómeno: el metrosexual puede ser heterosexual, gay, o bisexual, solo que está empeñado en perfeccionar su imagen y para ello se ufana en cuidar su peso, piel, peinado, calzado, joyas, vestuario y postura.
Estas prácticas no condicionan la relación de los sujetos dados a ejercerlas con las féminas y más bien condicionan el replanteo del modo de entender estas, al punto de incidir en el crecimiento espiritual de los hombres.
La predilección de las mujeres por los machos musculosos, tipo guerreros, igual comienza a ceder espacio en nuestra época, en tanto crece el gusto por los de tipo más profesional o a la usanza de los “hombres de negocios”.
No obstante, queda mucho para rebasar el sistema autoritario y verticalista extendido con la cultura de guerra, el cual fomenta nudos de tensión que se revierten en situaciones asimétricas, entre las que prevalecen los conflictos de género, étnicos, religiosos, generacionales y clasistas.
Estos sirven de telón de fondo a la iniquidad en la distribución de la riqueza, a la pobreza, las privaciones, la codicia, el racismo y otras formas de desigualdad, intolerancia y deseo, causas indiscutibles de la violencia.
Diversos estudios prueban que la concepción patriarcal y adulto -céntrica en boga irrespeta los derechos de jóvenes y niños de ambos sexos, desconoce la diversidad social, sexual y la multiculturalidad.
La concentración de armas y prácticas violentas, sobre todo por parte del sexo masculino, explican porqué resulta medular -aunque no suficiente- el análisis de las dinámicas de género para explicar cuánto acontece en el entramado social.
El vínculo entre el militarismo, la violencia y la masculinidad no es un fenómeno natural o surgido por generación espontánea. Fue construido en relación directa con las normas sociales impuestas y por consiguiente, puede deshacerse.
“Omitir la cuestión del género en cualquier explicación de cómo se produce la militarización, no sólo entraña el riesgo de caer en un análisis político deficiente, sino también el de que las campañas para revertir esta resulten infructuosas”, afirma la politóloga estadounidense, Cynthia Enloe.
Cualquier “estrategia para la paz debe incluir una estrategia de cambio de las masculinidades”, enfatiza Connell, para quien es urgente oponerse a la hegemonía de las concepciones usuales acerca de estas.
Los modelos prevalecientes preconizan desde tiempos inmemoriales la violencia, el enfrentamiento y el dominio, y resulta necesario sustituirlas de una vez por modelos de masculinidad más abiertos a la igualdad, la negociación, y la cooperación, para bien de la humanidad.
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Leonardo González Estrada -