Wara Wara y el indigenismo en tiempos de refundación
La aspiración de reivindicar el valor de lo autóctono embarcó a cineastas y restauradores en un velero con rumbo a las etapas primigenias de la filmografía boliviana.
El rescate del clásico Wara Wara, exhibido sólo una vez en 1930, es un regalo para un pueblo inmerso en un proceso de cambio en todos los órdenes, que prioriza redimensionar el respeto a portadoras y portadores de las tradiciones de las 36 nacionalidades reconocidas en el país.
La entrega de la Cinemateca Boliviana de La Paz motiva desde el inicio a reflexionar acerca de lo diverso, en tanto confirma la posibilidad de retroceder en el tiempo y romper con la incredulidad de quienes niegan méritos a aquellos que inventaron máquinas u otros artefactos para lograrlo.
Más allá de eso, su reestreno en la sala capitalina luego de seis décadas perdida, trajo de vuelta el discurso del mestizaje expandido por América Latina a inicios del siglo XX, que impulsó movimientos reivindicativos del ajiaco cultural y procuró ocultar las diferencias en la diversidad.
La película parte del drama teatral concebido por el escritor paceño Antonio Díaz Villamil (1897-1948), La Voz de la Quena, que narra la historia de los amores entre un conquistador español y la hija de un cacique indígena, signada por los prejuicios y la violencia entre razas.
Según el texto base, Wara Wara y Tristán de la Vega, mueren ante el rechazo de los indígenas al que consideran culpable de la destrucción de su imperio, más en la película presentada en 1930, ambos protagonistas son redimidos tras la derrota de la resistencia incaica y su unión legitimada.
El director de la cinta, José María Velasco, concibió el cambio en concordancia con los aires que soplaban en su época y de allí la potenciación del respaldo a la mezcla entre culturas diferentes para que, a la larga, venciera la occidental.
Quizás inspirado en el indigenismo literario y pictórico mexicano de esos años, este abjuró de la visión fatalista de Díaz Villamil y propuso crear una nación homogénea, al estilo de la sugerida por el poeta y diplomático boliviano, Franz Tamayo (1879 -1956).
Para el autor de la Creación de la Pedagogía Nacional -serie de artículos publicados en el periódico El Diario de La Paz-, el indio o cholo estaba cargado de energías que valía aprovechar, sin perder de vista su presumible inferioridad respecto al blanco por facultades naturales heredadas.
Velasco se revela en su obra como respetuoso de estas ideas: el mestizaje es la solución (representado por la unión entre Tristán y Wara Wara) y el indio debe ser asimilado por la cultura más fuerte (Arawicu convence a Huillac Huma a deponer las armas y aceptar su derrota ante los europeos).
Como si no bastase, añade la parte más triste en estos asuntos y no sólo en la ficción: quien no está dispuesto a conformarse con tal estado de hecho debe ser condenado y hasta morir (trágico fin de Apu Mayta y sus seguidores).
La escena final de Wara Wara enseña también al espectador la solución ideal al dilema, pues los vencedores europeos rodean a Wara Wara y Tristán, que abrazados y felices, olvidan el rosario de cadáveres a sus pies de los empeñados en restituir al imperio Inca.
En tiempos de refundación, la película reaparece con 18 minutos extras y devela el largo legado discriminatorio en Bolivia, al probar la convicción de sus creadores en la validez del entrecruzamiento invisibilizador de razas y el desprecio a quienes se resisten a aceptarlo.
Sólo un repaso del contexto político -social prevaleciente hace ocho décadas en Bolivia, similar al extendido por el resto del continente, puede posibilitar la mejor comprensión de la propuesta y del modo en que la oligarquía concebía lo racial.
Wara Wara es en parte la respuesta a las interrogantes más acuciantes de quienes en el período, creyéndose libres del supuesto estigma indígena, diseñaban estrategias para aniquilar la incidencia de lo originario en el país y potenciar lo foráneo como única vía expedita al desarrollo.
El filme de Velasco muestra la polémica de moda en círculos de la alta sociedad, académicos, políticos, y otros vinculados al poder, en casi toda la región: aniquilar a los indígenas a partir de su homogenización o sumergirlos en la cultura occidental para despojarlos de sus raíces.
A diferencia de lo ocurrido en Argentina, como resultado de la inmigración blanca impulsada por el presidente Domingo Faustino Sarmiento (1811-1888), en Bolivia jamás pudo camuflarse lo originario ante su amplia variedad y la considerable entronización de sus tradiciones.
Ni lo blanco opacó a lo indígena, ni el mestizaje penetró a todas las comunidades en el territorio, por lo que la frustración acompañó por siglos a los apegados a las tesis sobre la inferioridad de lo aborigen frente a lo europeo.
Wara Wara, la princesa indígena, es protagonizada en el filme por una mujer blanca de relampagueantes ojos claros a la que se suman artistas reconocidos en el ámbito cultural paceño en la etapa, que trascendieron como la Generación del Centenario.
En una película de indios ni por asomo un originario desempeña un rol esencial, sólo como parte del reparto, bajo la concepción de que el éxito estaría garantizado en tanto ese estigma quedara menos visible.
Velasco pertenecía a la clase alta y a tono con sus patrones de belleza prefirió propulsar a la escultora Marina Núñez y su hermana Nilda, al escritor Díaz Villamil, al pintor Arturo Borda, al poeta Guillermo Viscarra y al actor Emmo Reyes.
Pero al margen de lecturas políticas y del papel que asume lo indigenista como eje del filme, es innegable la calidad artística de esta entrega del cine silente boliviano, olvidado pese a su dinámica narrativa poco usual para la filmografía latinoamericana de la época.
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