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Revolución: un reto al imaginario católico en Cuba

Revolución: un reto al imaginario católico en Cuba

“La historia sigue su curso a lo largo de sendas tan inopinadas como imprescindibles Poco es el dominio que podemos ejercer sobre el futuro, y absolutamente ninguno sobre el pasado”.

Winston Churchill, Washington, 16.enero.1952.

 

   Al ocurrir el triunfo revolucionario, en 1959, muy pocos escaparon del regocijo general que envolvió a la población cubana. Sólo los elementos más cercanos al poder político, la sacarocracia y otros miembros de los sectores pudientes, mayoritariamente ligados de forma indisoluble al capital estadounidense en el archipiélago y permeados por un profundo maniqueísmo hacia el modo de vida americano, no pudieron enmascarar su recelo.

   El respaldo a las medidas de carácter socioeconómico, adoptadas desde los primeros momentos, fue la respuesta casi unánime de más del 95 por ciento de los habitantes del país.

   Es de suponer que en esa cifra estuvieran comprendidas mujeres y hombres que reconocían la existencia de Dios, según la Encuesta Nacional sobre el Sentimiento Religioso del Pueblo de Cuba. Aunque de ellos el 72, 5 por ciento se autodefinía católico, según la propia fuente, alrededor del 76 por ciento aceptó ser no practicantes sistemáticos y del 24 por ciento de los que proclamaron ser practicantes, sólo el 11 por ciento recibía los sacramentos con asiduidad, lo que equivalía a un reducido 2 por ciento[2].

   Mucho se ha especulado acerca de los resultados de esa encuesta y sobre todo, de la interiorización de lo católico en el cubano de entonces y de hoy[3]. A nuestro modo de ver, hacia 1959, la religiosidad cubana era un collage de creencias, ritos y tradiciones donde el comprometimiento, las normas y leyes, la institucionalidad y la doctrina escaseaban.

   El pueblo cubano era mayoritariamente creyente, pero su catolicismo era cuestionable si partimos de la asimilación ad intra, de la dedicación y la exteriorización de lo católico en la vida diaria. Ser católicos, para algunos no era más que jugar a una suerte de moda que suponía refinamiento e hidalguía; para otros era el refugio a un triste status económico, a sus problemas familiares o sencillamente, el modo de seguir la tradición[4].

   No todos los católicos siguieron los mismos derroteros al triunfar la Revolución: algunos se marcharon: (1) confiados en un pronto regreso, sujeto a la actuación de los Estados Unidos con respecto al proceso revolucionario cubano; (2) decididos a no regresar nunca, recelosos del rumbo hacia el socialismo que podía tomar el país en el futuro. Otros se quedaron: (3) enquistándose para preservar su catolicismo de las influencias turbulentas del nuevo proceso; (4) o sumándose al desarrollo de los nuevos proyectos sociales.

   Este último grupo también sufrió una escisión: (4.1) una parte se alejó progresivamente de la Iglesia, sumergida en las faenas del período de transformación socioeconómica y política que se abría (4.2) otra, la más consecuente con su fe, defendió sus convicciones religiosas sin apartarse ni un momento de la construcción de un modelo más justo de sociedad.

   Si nos remontamos a los pasajes más tristes del conflicto Iglesia Católica- Estado en los primeros años, pudiera pensarse en la escasa representatividad del último grupo que hemos delimitado, sin embargo, vale reconocer su inclusión en el cuadro social cubano de entonces. Ellos fueron protagonistas de todo lo hermoso, desagradable, duro y fuerte que puede ser una Revolución[5] y tuvieron que superar el reto que representaba un proceso de profunda justeza social, orientado hacia el comunismo intrínsecamente perverso y defender sus convicciones religiosas ante la áspera crítica contra el opio del pueblo, pero siempre lo hicieron desde su tierra sin vacilar en su entrega a una causa que representaba lo mejor para ella.

   Esos hombres fieles a Dios y convencidos nacionalistas, tal vez sin proponérselo, me inspiraron a buscar imágenes, representaciones y figuraciones que conformaban el ideario de los católicos cubanos en la fecha, razón esencial de la heterogeneidad de actitudes que manifestaron ante los cambios sociopolíticos iniciados en 1959.

1. Doctrina Social Cristiana

   Uno de los sucesos más importantes para la Iglesia Católica en la centuria recién concluida lo constituye sin dudas la firma del Tratado de Letrán, el 11 de febrero de 1929, resultado de la política conciliatoria desplegada por Achille Ratti, conocido como el Papa Pío XI y Benito Mussolini, en su primera época de gobierno. El primero, interesado en zanjar las diferencias con respecto a la soberanía temporal y la cuestión financiera y restablecer la influencia de la Iglesia en los asuntos civiles italianos. El segundo, convencido de la popularidad y el prestigio que ello podría acarrearlea él y a su régimen tanto dentro como fuera de Italia y de la urgencia de aniquilar la influencia del Partito Populare en la vida política nacional[6].

   El Tratado de Letrán contempló varios acuerdos: el Tratado de Conciliación, el Concordato y la Convención Financiera. El primero solucionó la cuestión romana, al reconocer la independencia de la Santa Sede y su total soberanía sobre la Ciudad del Vaticano, al mismo tiempo que legitimó el lugar de la Religión Católica Apostólica y Romana como única religión oficial del Estado. El Concordato contemplaba la autonomía de la jerarquía eclesiástica como una sociedad autorregulada y privilegiada dentro de la sociedad nacional, el control de los matrimonios entre católicos por parte de la Iglesia y la enseñanza obligatoria de la doctrina católica en todos los centros de enseñanza secundarios y en las escuelas elementales, cuestión esencial para lograr la reproducción de la fe católica en el país. Con la Convención Financiera, la Santa Sede recibió una importante inyección de dinero a las puertas de una de las mayores crisis cíclicas del capitalismo: 750 millones de liras en moneda y mil millones de liras en bonos del Estado, cifra con la que algunos bancos católicos fueron salvados de la quiebra[7].

   Aunque la conciliación no eliminó totalmente las diferencias entre la Iglesia y el Estado, no cabe duda que la jugada diplomática de Pío XI garantizó insuperables ventajas a la institución eclesiástica; sin embargo, al reconocer al gobierno encabezado por Benito de Mussolini, el Papa estimuló la aceptación de la ideología fascista en Italia y posteriormente en otros lugares. Por otra parte, el fascismo de los primeros tiempos resultaba bastante atrayente para la mayoría de los católicos que reconocieron en sus cartas credenciales coincidencias en su enemistad con el liberalismo, la masonería y el comunismo.

   La oposición de la Iglesia Católica al comunismo tenía sus fundamentos en que éste se nutría fundamentalmente de una hiperbolización de las concepciones ateístas del materialismo dialéctico e histórico, elaborado por Carlos Marx y Federico Engels y difundido en Europa hacia la segunda mitad del siglo XIX. La afirmación de que lo primario es la materia y que lo espiritual es un reflejo activo de ella, atentaba contra la creencia en la existencia de Dios y de su papel esencial en la creación y evolución del mundo. La condena a la propiedad privada y el enfrentamiento armado entre las clases sociales, despertaron también los recelos y motivaron al Papa León XIII (1878 – 1903) a emitir una encíclica de condena a los postulados esenciales de esta teoría hacia 1891.

“   Para remedio de este mal, los socialistas, después de incitar en los pobres el odio a los ricos, pretenden que es preciso acabar con la propiedad privada y sustituirla con la colectiva, en que los bienes de cada uno sean comunes a todos, atendiendo a su conservación y distribución los que rigen al Municipio, o tienen el gobierno general del Estado. Con este pasar los bienes de las manos de los particulares a la comunidad, y repartir luego esos mismos bienes y sus utilidades con igualdad perfecta entre los ciudadanos, creen que podrán curar la enfermedad presente Pero muy lejos está este procedimiento de poder dirimir la cuestión, antes bien perjudica a los obreros mismos; y es, además, grandemente injusto, porque derriba el derecho de los que legítimamente poseen, altera la incumbencia y deberes del Estado e introduce una compleja confusión en el orden social”[8].

   Difundida con el título Rerun Novarum, esa encíclica papal se convirtió en uno de los pilares fundamentales de la Doctrina Social de la Iglesia católica en el período preconciliar[9] . Esta Doctrina Social[10] proporciona un modelo general de sociedad deseable y toda una estrategia de acción, plagada de argumentaciones muy detalladas que se apoyan en las más diversas disciplinas; cuya estructuración, fundamentación y evolución ha marchado en proporción directa con el antagonismo frente a la Ilustración, el liberalismo y el socialismo; siempre confiando en la propiedad privada sobre los medios de producción como un canal viable, aunque digno de regulaciones, como garantía de una idónea distribución y el pleno empleo. Es considerada por algunos estudiosos como una ideología política en razón de sus contenidos, de su organización discursiva y de su función ya que arrastra consigo diversos ingredientes hacia la integración relativa de un conjunto social nuevo, sus nexos con el liberalismo han seguido derroteros muy desproporcionados y nebulosos y ha favorecido en cierto modo la democracia representativa y sus cacareadas libertades, a despecho de las reservas que ha reflejado con respecto al libre mercado y su coincidencia con los modelos corporativos. A la insinuación de líneas autogestivas de raigambre socialista algo limitadas, esta doctrina suma la defensa de tesis capitalistas como la propiedad privada sobre los medios de producción apuntando modalidades de propiedad social como la empresa comunitaria. La Doctrina Social participa también de las controversias por el reconocimiento del carácter activo de la sociedad civil, lo que ha inclinado al magisterio papal a reevaluar el papel de la difusión doctrinaria[11].

   El anticlericalismo enarbolado por la Revolución mexicana de 1910; la política desplegada por el poder soviético después del triunfo de la Revolución Socialista de Octubre de 1917, que demostró enorme hostilidad a la Iglesia Ortodoxa y otras denominaciones y limitó la libertad de expresión de los creyentes; y la persecución religiosa desatada en España en los años treinta bajo las banderas del marxismo, enarboladas por el llamado Frente Popular, resucitaron el temor ante cualquier proceso revolucionario[12] y ahondaron el sentimiento anticomunista entre las principales figuras del catolicismo.

   Las encíclicas papales de Pío XI Quadragesimo annoxii promulgada en mayo de 1931, en el cuarenta aniversario de la Rerum Novarum; Delecctísima Nobis, del 3 de junio de 1933 y Divini Redemptoris, de 19 de marzo de 1937; el Decreto contra el comunismo (1949) y los Mensajes de Navidad de Pío XII (1940 a 1949), entre otros, así lo corroboran.

“Procurad Venerables Hermanos, que los fieles no se dejen engañar. El comunismo es intrínsecamente perverso; y no se puede admitir que colaboren con él, en ningún terreno, quienes

deseen salvar la civilización cristiana. Y si algunos, inducidos al error, cooperasen a la victoria del comunismo en sus países, serían los primeros en ser víctimas de su guerra; y cuanto las regiones, donde el comunismo consigue penetrar, más se distinguen por la antigüedad y la grandeza de su civilización cristiana, tanto más devastador se manifestará allí el odio de los sin Dios.

...Los pobres en efecto, son los que están más expuestos a las insidias de los agitadores que explotan su desgraciada condición para encender la envidia contra los ricos y excitarles a tomar por la fuerza lo que les parece que la fortuna les ha negado injustamente; y si el sacerdote no va a los obreros y a los pobres, para prevenirles o para desengañarlos de los prejuicios y falsas teorías, se convertirían en fácil presa de los apóstoles del comunismo”[13].

   La protección del cristianismo y de la Iglesia ante la agresividad que iba alcanzando el ateísmo en los países seguidores de la línea trazada por la URSS, devino eje de las principales preocupaciones del pontificado. Pío XII (1939- 1958) sostuvo, con mano firme esas banderas durante su gestión al frente del Vaticano, así lo atestiguan un amplio número de documentos rubricados por él y dedicados a tratar aspectos relacionados con la libertad religiosa en los países del extinto campo socialista. El enraizamiento de la paradoja marxismo- cristianismo conllevó a la intolerancia hacia cualquier expresión de contacto, cooperación, encuentro o coexistencia.

“...hemos evitado... el convocar a la Cristiandad hacia una cruzada[14]. Mas podemos exigir una plena comprensión del hecho de que, ... debemos lamentar con profunda pena que algunos católicos, eclesiásticos y seglares, presten su apoyo a la táctica del confusionismo[15],... Por lo demás ¿ a qué fin discutir sin un común lenguaje, o cómo es posible encontrarse, si los caminos son divergentes, esto es, si una de las partes obstinadamente rechaza y niega los comunes valores absolutos, haciendo así irrealizable toda ‘coexistencia’ en la verdad?” [16]

   Todas esas encíclicas y documentos pontificios, enriquecieron la Doctrina Social de la Iglesia Católica. Esta fue ampliamente difundida en Cuba durante los años cincuenta a través de las enseñanzas del Padre Manuel Foyaca de la Concha, sacerdote jesuita, Conciliario Técnico de la Junta Directiva de Acción Católica Cubana y fundador del Movimiento Democracia Social Cristiana; las publicaciones católicas, los conductores de las Iglesias locales y las Secciones Católicas de las más importantes publicaciones periódicas, marcando como hierro candente al cuero del ganado, la mentalidad de los católicos cubanos al favorecer el desarrollo de un imaginario orientado contra la peste moral, la abominable secta, los perversos delirios, la propaganda diabólica, los engaños premeditados, el veneno, la brutalidad repugnante u otros calificativos de corte medioévico, con los cuales León XIII, Pío XI y Pío XII, procuraron anatemizar al marxismo, convencidos de los lazos que lo unían a la matriz anticristiana de la Ilustración.

 

2. Política de Guerra Fría y divulgación de las prácticas del socialismo en los países europeos y China

   Otro factor que acrecentó el rechazo al comunismo en gran parte de la población cubana desde finales de los cuarenta y sobre todo en los católicos, fue las constantes alusiones en la prensa nacional a las políticas de gobierno seguidas por los países socialistas europeos bajo las banderas del socialismo real, desde la óptica leninista y estalinista y por China. Títulos tan sugerentes como “Vio un hombre asesinar a los rusos a 200 oficiales polacos”[17] y “La persecución religiosa en tierra China”[18], donde religiosas consagradas aparecían como victimarias de varios niños; son expresiones de esa realidad.

   El avance de las tropas soviéticas sobre Europa y la conversión al socialismo de los países liberados por ellas durante la segunda contienda bélica mundial; la creciente acción liberadora de las fuerzas progresistas en los países semicoloniales y dependientes; unido a la ascendente ola de protestas, manifestaciones, huelgas y mítines protagonizadas por el movimiento obrero y comunista en las principales naciones capitalistas, condujeron al imperialismo a la búsqueda de mecanismos más sutiles y efectivos para el despliegue de la lucha ideológica contra el comunismo en la segunda mitad de los cuarenta del siglo XX.

   Los planes Marshall y Dawes, dirigidos por Estados Unidos so pretexto de contribuir a la estabilización de las resentidas economías europeas; el establecimiento de bases militares en numerosos puntos del globo terráqueo; las intensas campañas propagandísticas contra la URSS y todo lo que ella representaba; no fueron más que la prolongación de la política de Guerra Fría emprendida con el lanzamiento de las bombas atómicas en Hiroshima y Nagasaki[19].

“De Sttetin, en el Báltico, hasta Trieste, en el Adriático, una cortina metálica ha descendido sobre la mitad del continente europeo. Detrás de esa línea, se hallan todas las capitales de los viejos países de la Europa central y oriental, vale decir, Varsovia, Berlín, Praga, Budapest, Belgrado y Sofía. Todas esas históricas ciudades y sus respectivas poblaciones están sometidas, en una forma u otra, a la influencia de Moscú, sujetas al dominio del Kremlin en alto grado y en proporción siempre creciente. Tan sólo Atenas, con sus glorias inmortales, es dueña de decir sin trabas sus destinos en comicios libres, garantizados por observadores británicos, norteamericanos y franceses”[20].

   Las palabras de Winston Churchill, en Fulton, Estados Unidos delimitaron las fronteras ideológicas de entonces. Preocupado por el avance del Ejército Rojo hacia Europa occidental y la certeza de lo que eso podría repercutir en el futuro, el primer ministro inglés ya había hecho alusión a la cortina de hierro en un cable particular dirigido al presidente Harry Truman (1945- 1953)[21], fechado el 4 de junio de 1945. Esa expresión estuvo muy en boga durante los años cincuenta y de ello son fiel reflejo las publicaciones periódicas cubanas.

   Tal vez como ninguna otra, ésta alusión nos induce a respirar los aires que soplaban, viciados por el distanciamiento entre los dos grandes polos en los que se fragmentó el mundo después de la Segunda Guerra Mundial.

   Hacia 1953, los países de Europa occidental se habían restablecido de los efectos negativos que la beligerancia había causado en sus economías, exceptuando a Berlín, e integrado al pacto militar que estableció la creación de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN). Los tres grandes: Reino Unido, Francia y Alemania habían recuperado su base industrial y no vacilaron en estrechar vínculos con el gobierno de Dwigh David Eisenhower (1953-1961)[22].

   Los resquemores con respecto al progresivo restablecimiento de la URSS y a sus avances en materia de armamentos unido a la incógnita surgida acerca del nuevo liderazgo, después de acaecida la muerte de José Stalin, el 6 de marzo de 1953, los unía en causa común con Estados Unidos.

   La ola anticolonial que envolvió a varios territorios del continente asiático después del establecimiento de la República Popular China, en 1949; provocó que todos ellos reorientaran las armas de la Guerra fría hacia los países del Tercer Mundo, con lo que se amplió el campo de acción de esa política[23].

   Las oligarquías latinoamericanas comenzaron a percibir el asedio del peligro comunista desde finalizada la guerra, por lo que apoyaron las iniciativas regionales que pudieran contrarrestar su avance. La estructuración del sistema interamericano, a través de la aprobación del texto del Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca (TIAR), en Río de Janeiro 1947 y de la Carta de la Organización de Estados Americanos (OEA), en Bogotá 1948; abrieron el paso a los intereses hegemónicos de Estados Unidos en este lado del mundo y de hecho, a la política de enfrentamiento a los grupos progresistas y revolucionarios.

   Guatemala, en 1954 fue la primera víctima de las maquinaciones estadounidenses: en la Décima Conferencia Interamericana (Caracas 1954), el representante de Estados Unidos, manifestó su preocupación por el creciente deseo latinoamericano de asistencia económica y lo que eso podía facilitar el camino a los supuestos planes de expansión comunista y la declaración de compromiso interamericano con la intervención colectiva contra el comunismo internacional, demostró la aceptación de las tesis imperiales.

   Esta declaración estaba tácitamente dirigida contra Guatemala, presentada en la ocasión como víctima de una conflagración dirigida desde la URSS[24].

   La línea gubernamental mantenida por el gobierno en Cuba, encabezado por Fulgencio Batista Zaldívar, era una suerte de espejo donde se reflejaba la coincidencia con el rumbo señalado por Washington a finales de los cuarenta. Desde los primeros momentos de su mandato, éste apresuró la ruptura de relaciones diplomáticas y comerciales con la URSS y otras naciones socialistas y alentado el alistamiento de hombres para colaborar con las tropas estadounidenses en Corea. También apoyó los planes injerencistas en Guatemala, secundó la posición del imperialismo con relación a la entrada de las tropas soviéticas en Hungría, estrechó sus vínculos con los gobiernos tiránicos de América latina y declaró la guerra sin cuartel a todo lo que, a su modo de ver, guardaba relación con el comunismo.

   Si hurgamos un poco más en las complejidades de los cincuenta, percibiremos un sinnúmero de resonancias de la Guerra Fría en Cuba. La persecución despiadada contra los militantes del Partido Socialista Popular (PSP), personalidades e instituciones progresistas, enarbolada por Carlos Prío Socarrás en 1947 y sostenida por Batista, constituyeron la extensión a la realidad cubana de la variante maccarthista y su cacería de brujas.

   La actividad desplegada por el Buró de Represión Anticomunista (BRAC), el crecimiento de las listas de sospechosos y toda la avalancha de informaciones que, combinando verdad y ficción, desprestigiaban a los países socialistas, atizó el fuego donde se fraguó el rechazo al comunismo de los católicos cubanos.

 

3. Incidencia del mayorazgo de católicos españoles en Cuba

   Aunque la Iglesia Católica en el país, liderada por el Cardenal Manuel Arteaga Betancourt, había dado pasos de avance considerables en pos de su cubanización, era mayoritaria aún la presencia de religiosos de origen español encargados de fomentar la fe entre los católicos cubanos.

   Testigos algunos de ellos de la oleada anticlerical desatada en España en la década del treinta, no podían evitar la mirada de recelo contra cualquier intento transformador de la realidad nacional que pudiera producirse, máxime si dejaba entrever cierta identidad con la línea marxista.

   Desde su primer mes de existencia, muchos se sintieron traicionados con la legislación republicana del primer bienio y del Frente Popular, independientemente de sus credos religiosos. Con tal de contrarrestar la hegemonía de la Iglesia Católica en España, los republicanos adoptaron una serie de disposiciones que atentaron abiertamente contra la difusión de la fe católica y su papel normativo dentro de la sociedad; permitieron la quema de conventos en el mes de mayo de 1931; desataron un ataque legislativo a la institución eclesiástica, eliminando sus facultades para concertar matrimonios y excluyendo a las órdenes religiosas de la enseñanza; anularon la financiación estatal del culto y el clero y prohibieron la existencia de crucifijos y símbolos religiosos en oficinas y centros dedicados a la enseñanza.

   En casi toda la España republicana las Iglesias fueron cerradas, los curas tuvieron que ocultarse y los servicios religiosos pasaron a la ilegalidad, pese a las buenas intenciones del Ministro de Justicia del gobierno de la República, Manuel de Irujo, vasco y católico quien se esforzó por atenuar la situación.

   Pero el republicanismo no sólo atentó contra la institución eclesiástica: las clases propietarias también sintieron sobre sí el peso de las reformas, sobre todo en lo tocante a la tenencia y uso de la tierra.

   Razones como esas condujeron a muchos de los que se habían aliado al republicanismo durante sus dos primeros años de vida, a torcer sus posiciones y, tras los asesinatos de curas y religiosos, convencerse de lo nefasto que podía resultar un régimen ideológicamente identificado con las doctrinas de Marx y Engels interesado en reivindicar los derechos de los desposeídos.

   La Iglesia Católica y el catolicismo eran para los españoles expresión de unidad nacional y de la defensa de los intereses materiales amenazados por un posible régimen comunista. Sus fuertes nexos con el conservadurismo político y social, lo convertían en una máscara perfecta para desarrollar una sublevación militar contra una república anticlerical, pero también democrática, autonomista y socialmente reformista.

   Por eso, todas las fuerzas interesadas en arrebatarle el poder al Frente Popular hicieron quórum alrededor de la supuesta defensa del catolicismo. Tal fue el caso de José A. Primo de Rivera, hijo del depuesto dictador y principal figura de la Falange, cuya misión espiritual era probablemente católica, lo que hacía del fascismo una nueva versión de la catolicidad.[25]

   Aunque a los insurgentes del 18 de julio de 1936, más que defender el catolicismo, lo que les importaba era defender sus intereses político-económicos, la reacción inmediata en la mayor parte del país fue una masacre de miembros de la Iglesia por parte de los partidarios del Frente Popular.

“Trece obispos, 4184 curas diocesanos, 2365 religiosos y 233 monjas fueron perseguidos y asesinados, sobre todo en las primeras semanas de la guerra; especialmente allí donde el anarquismo era la fuerza dominante. A veces murieron en el curso de las represalias generales contra supuestos elementos derechistas locales, como les sucedió a cinco sacerdotes fusilados en Fuenteovejuna, junto con treinta y ocho seglares, el 20 de septiembre de 1936. Otros en ataques específicos, como los catorce novicios claretianos fusilados en un andén, cuando iban de Ciudad Real a Madrid, o las veintitrés adoratrices, asesinadas en la madrugada del 10 de septiembre, en un cementerio madrileño.

...Casi la mitad de los curas de la diócesis de Gomás- Toledo- fueron ejecutados, y prácticamente el 60 por ciento murieron en dos diócesis catalanas, en las zonas anarquistas de Barbastro y Lérida. Al mismo tiempo miles de iglesias, monasterios, conventos y colegios católicos fueron destruidos[26].

   Algunos republicanos procuraron justificar las masacres anticlericales argumentando que la Iglesia había sido la causante del odio que culminó en la violencia antirreligiosa del ‘34 y posteriormente de manera abrumadora del ‘36 con su falta de sensibilidad ante la pobreza y la represión, además, señalaban que la violencia contra la Iglesia no era responsabilidad ni resultado de la política republicana, sino de grupos incontrolados que actuaron por su propia cuenta, lo cierto es que como señala Frances Lannon “la identificación con la Iglesia era un pasaporte para la muerte”.

   La fuerte resistencia del país vasco, católicos incluidos, dificultó la rápida victoria de las fuerzas contrarias al republicanismo. La lealtad a una república que, tras muchas demoras, les concedió el status de autonomía y el rencor por la destrucción de la ciudad de Guernica, símbolo de la cultura vasca y profundamente católica y la ejecución de catorce sacerdotes vascos, devotos y ortodoxos, pero nacionalistas en extremo, por las tropas franquistas; foguearon los ánimos.

   A pesar de esa heroica resistencia, las fuerzas de la derecha triunfaron y se estableció en España el régimen del general Francisco Franco. La contribución de la jerarquía católica a esa victoria fue resarcida con la derogación de las contribuciones de la Iglesia al Estado, el restablecimiento de los principios del dogma católico y su moral en todos los niveles de enseñanza y la libre utilización de los medios de difusión masiva.

   No todos estaban conformes con el autoritarismo franquista, pero pocos podían substraerse de apoyar a un gobierno que había aniquilado a los enemigos comunes: el liberalismo, la laicidad, el comunismo y el socialismo.

   Mayoría en la institución eclesial cubana, los religiosos de origen español traspolaron sus resentimientos y recelos a las comunidades de fieles en Cuba y, salvo escasas y honrosas distinciones, no pudieron asimilar un proceso de cambios tan radical como el iniciado al calor del establecimiento del Gobierno Revolucionario en el país hacia 1959[27].

 

El Cierre

   La radical conversión del orden socioeconómico y político existente en antes de 1959 y los compromisos y la articulación social de una Iglesia pre-Conciliar y sin instrumentos para el reacomodo a las nuevas circunstancias históricas; marcaron la dinámica contradictoria de las relaciones Iglesia- Estado en Cuba entre 1959-1961 y dieron lugar a polarizaciones en el seno de la comunidad católica proclives algunas de ellas al acercamiento a los sectores más reaccionarios.

   Diversos son los factores que se entrecruzan en la conformación del imaginario de los hombres. Pueden ser de tipo psicológico, religioso, político, histórico, antropológico, etc.; abordarlos todos es una empresa harto compleja. No obstante, consideramos que variables de índole sociopolítica y religiosa como la Doctrina Social de la Iglesia Católica difundida en la etapa; los ecos de la Guerra fría- articulada por el imperialismo contra el creciente avance de las fuerzas progresistas al término de la Segunda Guerra Mundial- y la difusión de las prácticas injustas en los países orientados al socialismo, unido a la mayoritaria presencia de religiosos de origen español en la institución eclesiástica- marcados por los acontecimientos de la década del treinta en España y por los dogmas de una Iglesia Católica preconciliar-, no pueden perderse de vista por cuanto propiciaron la conformación de un imaginario anticomunista en la comunidad católica cubana desde los años cincuenta.

   Sólo podremos contribuir a una reconstrucción de las relaciones Iglesia- Estado en el período posterior al triunfo revolucionario, más cercana a la veracidad histórica, si logramos sumergirnos en los aires que soplaron en esos tiempos, para lo cual resulta indispensable tomar en consideración los factores antes mencionados sin detrimento de otros que también incidieron.   

   Ello también puede propiciarnos una evaluación más acertada de aquellos que dedicaban loas a las medidas de carácter social decretadas por el Gobierno Revolucionario, mientras censuraban el estrechamiento de los vínculos con la entonces Unión Soviética y el resto de los países socialistas

concediendo, consciente o inconscientemente, según sea el caso objeto de análisis, argumentos justificativos a los elementos contrarrevolucionarios.



[1] Ponencia presentada en el VIII Simposio de Pensamiento Filosófico Latinoamericano, Universidad de Las Villas Martha Abreu, Santa Clara, Cuba, enero de 2002. Asequible en http://www.filosofia.cu/cpl/Isabel%20Soto.rtf

[2] La Encuesta Nacional Sobre el Sentimiento Religioso del Pueblo de Cuba, fue realizada en 1954 y publicada en 1956 por la Agrupación Católica Universitaria. En ella consta que, de los seis millones de habitantes que tenía el país entonces, el 96,5 por ciento aceptaba la existencia de Dios.

[3] Céspedes García- Menocal, Carlos Manuel. “¿Puede afirmarse que el pueblo cubano es católico o no?”. Revista Temas, No. 4/ 1995, La Habana, p. 13.

[4] Soto Mayedo, Isabel. La Iglesia católica en el epicentro de las transformaciones. Publicado luego en Marxismo y Revolución. Escenas del debate en los sesenta, Ciencias Sociales, La Habana, 2004.

[5] Piñera, Walfredo. Entrevista concedida a la autora por el otrora miembro de Acción Católica hasta su desarticulación. Periodista y crítico cinematográfico, miembro desde 1946 del Centro Católico de Orientación Cinematográfica (CCOC), hoy OCIC-Cuba. Crítico de las revistas La Quincena y Cine Guía, que dirigió entre 1960 y 1961. Trabajador del Departamento de Medios Audiovisuales de la Universidad de La Habana y de su Departamento de Extensión Universitaria hasta 1993, año en que se jubiló. Miembro del Consejo de Redacción de la Revista CEHILA y católico consecuente hasta la fecha.

[6] Tannenbaum, Edward R.. La experiencia fascista. Sociedad y cultura en Italia (1922-1945). Alianza, Madrid, 1975, p. 253.

[7] Ídem p. 255.

[8] S/A. Colección de Encíclicas y Documentos Pontificios, Ediciones Paulinas, México, 1984. León XIII, Rerum Novarum pp. 110 y 111.

[9] Se refiere al período que antecede al Concilio Vaticano II, convocado por Juan XXIII en 1959.

[10] El uso del concepto mismo de Doctrina Social fue introducido por el Papa Pío XI y por Pío XII (1939 a 1958), continuador de la idea de impulsar la conformación de un orden social cristiano, es decir, de un sistema social que propiciara soluciones específicas en el campo social y en el terreno del pensamiento para lo cual se promocionó el desarrollo de las ciencias sociales y de los sindicatos cristianos, así como el estímulo a la Acción Católica y organismos similares en un contexto marcadamente clerical.

[11] Ezcurra, Ana María, Doctrina Social de la Iglesia. Un reformismo antisocialista. Ediciones Nuevomar UNAM, México, 1986, p. 180.

[12] Recuérdese también la ola de violencia desatada contra los representantes de la Iglesia durante la Revolución burguesa francesa, iniciada en 1789.

[13] S/A. Colección de Encíclicas y Documentos Pontificios. Ob. Cit.. Pío XI, Quadragesimo anno, pp. 49 y 50.

Quadragesimo anno, delimitaba las líneas fundamentales del pensamiento de la Iglesia sobre el orden socioeconómico deseable, desligando este orden de todos los regímenes conocidos. Ante el fracaso de del sistema liberal parlamentario y la avanzada de regímenes autoritarios en Europa, por los efectos de la crisis económica mundial, proponía las asociaciones corporativas como vía más favorable. También apuntaba las ventajas de las instituciones corporativas de la Italia fascista: la represión a las organizaciones socialistas, la colaboración pacífica entre clases y la acción moderadora de la Magistratura especial, a pesar de criticarlos por ser proclives al burocratismo y al politicismo. También reconocía la evolución del socialismo y su división en dos partes, una más moderada y otra más radical: .”..el socialismo, ya se considere como doctrina, ya como hecho histórico, ya como acción, si sigue siendo verdaderamente socialismo, aún después de sus concesiones a la verdad y a la justicia de las que hemos hecho mención, es incompatible con los dogmas de la Iglesia Católica: ya que su manera de concebir la sociedad se opone diametralmente a la verdad cristiana”.

[14] El año 1937 se distinguió por un abigarrado anticomunismo entre los católicos. La guerra civil española acechaba y la línea oficial del Vaticano fue expuesta en encíclica.

[15] S/A. Colección de Encíclicas y Documentos Pontificios. Ob. Cit. Pío XI, Divini Redemptoris, p 171.

[16] Idént.. Pío XII Luz y vida en la dignidad humana, p. 482.

[17] Diario de la Marina, La Habana 7 de febrero de 1952, p.1

[18] Idént. La Habana, 12 y 13 de febrero de 1952. La Sección Actualidad Católica de ese diario ofrecía noticias de la Nunciatura Apostólica, tomadas de la Carta Católica de Roma, acerca de las acusaciones formuladas contra religiosas consagradas a un orfanato por su supuesta vinculación con la muerte de varios niños, cuyos restos fueron exhumados en una institución de ese tipo en Cantón.

[19] Otros autores prefieren enmarcar el inicio de esta política en el discurso hostil emitido por Winston Churchill en la Universidad de Fulton, EEUU en el año 1946, donde hizo alusión a la cortina de hierro que dividía al mundo en ese entonces.

[20] Churchill, Wiston. Yo, Wiston Churchill. Autorretrato. Editorial Guillermo Kraft Limitada, Buenos Aires, 1956, p. En Fulton, Estados Unidos de América, 5.3.1946.

[21] Colectivo de autores. El diferendo Estados Unidos-Cuba, Ediciones Verde Olivo, La Habana, 1985, p. 102.

[22] Ídént.

[23] Alzugaray Treto, Carlos. Crónica de un fracaso imperial: La administración de Eisenhower y el derrocamiento de la dictadura de Batista. Ciencias Sociales, La Habana, 2000

[24] La verdadera razón de la posición norteamericana era su urgencia por justificar una pronta intervención en ese país para aniquilar las reformas realizadas por el gobierno de Jacobo Arbenz, que siguiendo la línea trazada por Juan José Arévalos, afectaban los intereses de la estadounidense United Fruti Company

[25] Lannon, Frances. Privilegio, persecución y profecía. La Iglesia Católica en España, 1875-1975, Alianza, Madrid, 1990.

[26] Idént. p. 240

[27] Aunque no todos los religiosos extranjeros eran españoles consta que sólo 95 sacerdotes  diocesanos eran cubanos entre los 200 que oficiaban en el país. Algo similar ocurría en otros casos: de 461 religiosos sacerdotes, sólo 30 eran nativos; de 329 religiosos laicales, 75, de las 1549 religiosas de coro, 441 y de las 323 Hijas de la Caridad, solamente 115 habían nacido en Cuba. En: Kirk, John M. Frente al volcán la Iglesia católica en Cuba Pre-revolucionaria, Delhousie, University Halifax, Nova Scotia, Canadá, 1985

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