Camino a la higiene corporal
La trayectoria de la cultura occidental está empañada por algunas etapas en las cuales el aseo personal pasó a un segundo plano.
Sobre todo en la Edad Media, acumular grasas naturales y añejos olores corporales devino una suerte de gala en la "culta" Europa.
Eso explica en parte porqué múltiples epidemias arrasaban con más de la tercera parte de la población en el mal llamado Viejo Continente cuando arribaron al Nuevo Mundo las huestes conquistadoras encabezadas por Cristóbal Colón.
Muchos de los enrolados en esos viajes dejaron constancia del impacto que les causaron las urbes creadas por los aztecas, verdaderos templos a la sanidad, donde largos acueductos filtraban el agua salobre desde el lago hasta la tierra firme.
En esas ciudades también la orina era recogida en vasos de arcilla.
Canoas colocadas a lo largo de las riberas sirvieron de antecedentes de los retretes públicos pues en ellas acumulaban los desechos corporales para procesarlos y abonar luego los suelos.
El baño diario practicado generalmente por diversos pueblos indígenas americanos terminó siendo adoptado por los colonizadores europeos asentados en esta parte del mundo.
Pero otra cosa acontecía allende el Atlántico.
Ratas y todo tipo de insectos pululaban por las calles, viviendas y palacios de las más renombradas ciudades europeas de la época.
En masa morían miles de personas aquejadas por virus, bacterias y parásitos que provocaron epidemias de todo tipo, a las que en conjunto se les llamó pestes.
Como diría cualquiera apegado al refranero popular: de raza les venía el galgo.
En la Roma del siglo V, por ejemplo, los útiles para eliminar los restos de la defecación eran compartidos por la ciudadanía en los baños públicos.
El hábito, asociado por algunos historiadores con el uso del papel higiénico surgido hace apenas un siglo, consistía en utilizar una suerte de esponja que, amarrada a un palo, permanecía sumergida en una cubeta con agua salada y estaba a disposición de cuantos precisaran utilizarla.
De unos a otros pasaba el aditamento, supuestamente concebido para colaborar con la higiene de la ciudadanía sin causar estragos desde el punto de vista físico en zonas tan delicadas del cuerpo.
Hacia el siglo XVIII, la manera de resolver semejante urgencia en Estados Unidos era más individualizada, pero de igual forma, ofrecía pocas garantías de pulcritud.
Los colonos en el norte del continente acostumbraban a limpiarse con hojas y tuzas de mazorcas de maíz en esa etapa.
Casi al mismo tiempo, en Hawai, mujeres y hombres apelaban a la corteza de los cocos para borrar los rastros de sus desechos corporales, mientras en África las personas se frotaban con tierra y arena cuando no había agua.
Un siglo más tarde, con el desarrollo de la industria del papel y la expansión de los medios impresos, hojas de libros, periódicos, revistas y almanaques comenzaron a ser utilizados para resolver el problema.
Las hojas de almanaques de gran tirada y aceptación entonces, estaban provistas incluso de agujeros que permitían arrancarlas con facilidad del material por el cual se mantenían unidas por orden consecutivo.
Datos estadísticos de las probables enfermedades asociadas a tales hábitos no quedaron, pero es de suponer que componentes químicos empleados entonces en las tintas para impresión de aquellas manoseadas hojas, pueden haber provocado intoxicaciones e infecciones.
Para 1830, los europeos de familias adineradas comenzaron a emplear con tales fines tejidos de lana, algodón y encaje, los cuales podían ser lavados y reciclados en su uso.
El avance del sistema de producción capitalista y el incremento de las demandas de sus principales beneficiarios motivó en lo adelante el perfeccionamiento progresivo de los útiles destinados a garantizar la limpieza corporal.
La Bella Época puso de moda el cuidado de la apariencia personal y el aseo derivó cuestión indispensable para garantizar una mayor aceptación en el ámbito social, sin que ello sea entendido como una dejación definitiva de algunas tradiciones poco saludables en algunas partes.
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