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Cruzada por los idiomas nativos latinoamericanos

Cruzada por los idiomas nativos latinoamericanos

   La pérdida de múltiples idiomas autóctonos latinoamericanos es una de las peores secuelas legadas por el proceso de conquista y colonización desatado desde el siglo XVI y su reforzamiento está en ascenso con el avance de la globalización neoliberal.

   Meta para muchos aventureros y religiosos, llegados entonces al identificado como Nuevo Mundo o las Indias Occidentales, fue extinguir las lenguas nativas y aunque por suerte, no siempre lo lograron, transcurridas varias centurias el peligro cobró vigor.

   La reconstrucción de la identidad latinoamericana, tarea a la que están abocadas todas las fuerzas vivas interesadas en transformar de manera radical los destinos de estas naciones, obliga a una mirada retrospectiva al arte gramatical de los primeros pobladores del subcontinente.

   También, a la reconstrucción de la trayectoria de sus maneras idiomáticas, intento en el cual son pioneros los investigadores cuyos estudios quedaron reflejados en el libro Paradigmas de la palabra. Gramáticas indígenas de los siglos XVI, XVII y XVIII.

   Escrituras silábicas y glifos ideográficos tallados, pintados o desarrollados con rodillos y sellos en cerámica, piedra, barro, tela, tiras de piel de venado, cortezas de árboles u otros, testimonian la riqueza cultural de las comunidades originarias.

   Entre ellos destacan los amolixes o códices, que datan del siglo XII y prueban la grandeza de la cosmovisión, leyendas, batallas, principales personajes, discursos, e historia en general de algunas de ellas.

   Uno de los más antiguos alfabetos conocidos de esta parte del Atlántico es el creado por los olmecas en el año 1000 antes de Cristo, suerte de sistema de símbolos e imágenes destinado probablemente a perpetuar la memoria colectiva de quienes vivieron en zonas del actual México.

   Pocos, como el quechua y el maya, prevalecieron por encima de cualquier influencia foránea. Sus portadores lograron preservarlos en determinados territorios, donde incluso defendieron la subsistencia y respeto a sus normas sociales y leyes.

   De otros, apenas quedaron huellas en las obras de los identificados como Cronistas de Indias, en trabajos poco conocidos de misioneros religiosos o en códices indescifrables.

   Historiadores concuerdan en que los estudios inaugurales de las lenguas indígenas latinoamericanas fueron impulsados por varias órdenes religiosas.

   Jesuitas, agustinos, franciscanos, capuchinos, dominicos, mercedarios, llegaron hasta el sacrifico en regiones intrincadas con tal de aprender los intríngulis de estos idiomas.

   Paso previo e inevitable en la labor evangelizadora que pretendían desarrollar estos hombres era acercarse a los otros, estudiar sus maneras de concebir las cosas y el modo en el cual transmitían sus ideas.

   Ello explica la aparición de la primera gramática en lengua indígena en estas tierras, en 1547, mucho antes que algunas de su tipo en Europa. La obra, atribuida a Fray Andrés de Olmos, es evaluada por especialistas como una epopeya cultural.

   Tal calificativo merecen los sonetos en idiomas autóctonos compuestos por los frailes-y recuperados en pliegos de diversos materiales- y las primeras traducciones, transcripciones, vocabularios, fonologías, estudios de estructuras lingüísticas, y publicaciones americanas en imprenta.

   En la misma proporción en que los pueblos indígenas eran explotados y en cierta medida, eliminados, en tiempos coloniales surgieron escuelas de políglotas y especializadas en los idiomas nativos.

   Mientras a los naturales de estas tierras se les enseñaba en ellos a leer, escribir y hablar en castellano, latín, y lenguas locales, los españoles acudían con el ánimo de sistematizar sus conocimientos sobre las diferentes culturas de estas naciones, según José Celestino Mutis, en su Estudio unificado de gramáticas americanas.

   Similares comentarios de estas épocas y del devenir de los idiomas del continente aparecen en el Diccionario de Construcción y régimen de la lengua castellana, de los colombianos Rufino José Cuervo y Miguel Antonio Caro; o en la Gramática de la Lengua Castellana destinada al uso de los americanos, del venezolano Andrés Bello.

   Bajo el influjo de la globalización- iniciada con la conquista de estos territorios por parte de los europeos y reforzada a partir de la internacionalización de los procesos productivos, comerciales, tecnológicos, y de todo tipo, a finales del siglo XX- son mayores los desafíos en el rescate de estos idiomas.


   Pese a los daños sociales y culturales iniciados con la conquista, la diversidad lingüística del continente americano todavía representa una “sinfonía maravillosa”, al decir del historiador mexicano, Miguel León-Portilla.

   Cada uno de estos idiomas originarios constituyen el “inventario de las culturas” y cada una de ellas son el “parto” de un pensamiento diferente, pues con su fonética, gramática y sintaxis particular dan cauce y orden a la visión del mundo.

   Guiado por ideas como esas, a finales del año 2008, el gobierno de la República Bolivariana de Venezuela inauguró un programa por la subsistencia de los idiomas ancestrales de unos 40 pueblos indígenas en esa nación, aprovechando las facilidades creadas con la puesta en órbita del primer satélite del país sureño.

   Pero la suerte cambia para otros de su tipo en el área, por la desatención estatal al tema. De las 60 lenguas nativas que había en México, sólo 20 están vivas y activas, y otras 20 en peligro de extinción, según la coordinadora de Educación Intercultural y Bilingüe de la Secretaría de Educación Pública, Sylvia Schmelkes.

   En Costa Rica, nueve están en vías de desaparecer, según la edición del 2009 del Atlas de las Lenguas en Peligro, de la Organización de Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura.

   El organismo internacional clasificó, de vulnerables, en peligro, seriamente en peligro, en situación crítica o extintas (desde 1950), a la guaymí, bribri, cabécar, criolla limonense, ngäbere, guatuso, boruca, teribe y chorotega.

   De acuerdo con esa fuente, son dos mil 500 las lenguas autóctonas en riesgo de desaparición en todo el mundo, 714 de ellas en Centroamérica. La lista la engrosan las panameñas woun meu (de la etnia Wounaan), el teribe, bri-bri, buglé y el criollo inglés, hablado en la isla Colón, en la provincia caribeña de Bocas del Toro, en Panamá.

   El emberá, kuna y ngäbere también aparecen en el inventario, pero debido a una mayor cantidad de hablantes permanecen en el rango de vulnerables.

   Los 23 idiomas de Guatemala -21 mayas, el xinca y el garífuna- igual pueden diluirse en el tiempo, como sucedió con otras tantas en el mundo. Sobre todo el xinca, hablado por la comunidad homónima en varias localidades de Santa Rosa, y el itza, de San José Petén, atraviesan una fase crítica o nivel previo a la extinción.

   Desde el siglo XVI desaparecieron numerosas lenguas americanas, pero la tendencia arreció de forma alarmante en la vigésima centuria. Especialistas coinciden en que no hay país de la zona donde no haya lenguas indígenas amenazadas.

   Entre las perdidas o prácticamente pérdidas son relacionadas la puelche, tehuelche y vilela, en Argentina; la bauré, itonama, leco, pacahuara, reyesano y uru, en Bolivia; y la kawésqar y la yagán, en Chile.

   En Brasil es más amplio el registro: la amanayé, anambé, apiacá, arikapú, aruá, arutani, aurá, creole cafundo, guató, himarimã, jabutí, júma, karahawyana, karipuná, katawixi, katukína, kreye, mapidiano, matipuhy, mondé, ofayé, omagua, oro win, puruborá, sikiana, tariano, torá, tremembé, xetá, xipaya.

   En Colombia se señalan la cabiyarí, tariano, tinigua, totoro, y la tunebo de Angosturas, mientras en Ecuador, la záparo. Semejante suerte corrió la salvadoreña lengua pipil y las nicaragüenses rama y mismito.

   Perú destaca por la magnitud de los idiomas originarios extinguidos o amenazados de manera definitiva: el ahuar, aguaruna, arabela, bnora, cachuy, cahuarano, campa ashéninca, campa caquinte, campa nomatisgüenga, candoshi, capanahua, cashibo–cacataibo, cashinahua, chamicuro, chayahuita, cocama–cocamilla, culina, ese eja, y harakmbut.

   También el huanbisa, iñapari, iñanpi, iquito, isconahua, jebero, machiguengua, mashco Piro, matsés–moyoruna, muescha, muniche, ocaina, omagua, orejón, piro, quechua de Napo, del Tigre, resígaro, secoya, entre otros.

   Los investigadores de la UNESCO coinciden en que de los seis mil idiomas existentes en el mundo, más de 200 se extinguieron en el curso de las tres últimas generaciones, 538 están en situación crítica, 502 seriamente en peligro, 632 en peligro y 607 en situación vulnerable.

   Entre las lenguas muertas en las últimas décadas, el Atlas cita el manés de la Isla de Man, que se extinguió con la muerte de Ned Maddrell, en 1974; el aasax de Tanzania (1976); el ubyh de Turquía (1992), y el eyak de Alaska, que sucumbió con la muerte de Marie Smith Jones, en 2008.

   El texto emitido en ese último año refiere a su vez que 199 idiomas cuentan con menos de 10 locutores y 178 más tienen un número de hablantes comprendido entre 10 y 50.

   “La desaparición de una lengua conduce a la desaparición de varias formas de patrimonio cultural inmaterial y, en particular, del legado invaluable de las tradiciones y expresiones orales de la comunidad que la habla”, expresó el Director General de la UNESCO, Koichiro Matsuura.

   Poemas y chistes, proverbios y leyendas, mueren para futuras generaciones en medio de ese proceso, que atenta al mismo tiempo contra la biodiversidad, porque las lenguas vehiculan numerosos conocimientos tradicionales sobre la naturaleza y el universo.

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