Signos de violencia sobre la juventud centroamericana
Aunque los conflictos militares concluyeron formalmente en 1996, con la rúbrica de la paz en Guatemala, Centroamérica sigue sujeta a elevados índices de violencia y los jóvenes son protagonistas y afectados por ellos.
Varones agrupados en pandillas emergieron en medio de la criminalidad en el área, donde más de la mitad de la población cuenta con menos de 24 años de edad.
La problemática de las pandillas acumula mucho tiempo en la zona, pero en las dos últimas décadas tendió al agravamiento por efecto del descenso progresivo de los niveles de vida de la población, la ausencia de políticas preventivas contra este y otros males sociales, así como la represión desatada por las autoridades, concuerdan los entendidos.
Lejos de atacar las causas fundamentales del flagelo -relacionadas con la pobreza, el desempleo, la desintegración familiar, el legado de las guerras, entre otros-, medios de difusión centroamericanos y entes estatales criminalizaron a estos grupos.
Los pandilleros son acusados de hurtos, asaltos, amenazas, violaciones sexuales, narcotráfico y hasta se intentó ligarlos a actividades de oposición armada y al terrorismo global, recordó el investigador Dennis Rodgers, antropólogo de la universidad de Manchester, Gran Bretaña.
Este especialista distingue las pandillas de las maras, cuando precisa cómo las primeras son un fenómeno con raíces transnacionales, mientras las segundas constituyen instituciones nacionales, herederas de la tradición de los grupos juveniles que siempre hubo en Centroamérica.
De acuerdo con Rogers, las pandillas son un fenómeno social común a todas las sociedades del mundo, pero en el centro del continente adoptan rasgos más precisos de organizaciones colectivas, con continuidad institucional independiente de su membresía.
Estas asociaciones, barriales, comunitarias o regionales, tienen convenciones y reglas fijas -como rituales de iniciación, jerarquía, y códigos-, que pueden hacer de ellas una fuente primaria de identidad para sus miembros, según testimonios de antiguos mareros.
Tales códigos también pueden exigir patrones de comportamiento particulares: ropas características, tatuajes, pintas o graffitis en la zona que dominan, señales con las manos, un argot, y hasta una participación regular en actividades ilícitas y violentas.
Las pandillas están asociadas por lo general a un territorio preciso y sus relaciones con la comunidad del lugar pueden ser tanto amenazantes como protectoras, en dependencia de las circunstancias.
Los estereotipos y los mitos alrededor de estas bandas son muchos, la información sobre ellas es escasa y las estadísticas oficiales resultan poco confiables, por deficiencias en los registros e interferencias políticas, pese a lo cual varias fuentes concuerdan en que los mareros en Centroamérica casi llegan a 200 mil.
De igual modo, se atribuye a estos grupos entre 10 y 60 por ciento del total de la violencia que padece la región y varios estudios cualitativos señalan que devinieron protagonistas de la criminalidad en la zona.
Según estas fuentes, El Salvador, Guatemala y Honduras tienen pandillas más violentas que las de Costa Rica y Nicaragua, aunque en todos los países la gran mayoría de los actos criminales protagonizados por sus integrantes ocurren en áreas urbanas.
Más de la mitad de los miembros de estas son varones, detectaron las investigaciones, en tanto las pandilleras existen casi siempre en relación de subordinación con sus compañeros y en un rango intermedio entre víctimas y victimarios.
La amistad con un miembro del equipo, escapar de los problemas familiares, enajenarse de las consecuencias del desempleo, o simplemente estar en la moda, son algunos de los factores que impulsan a los jóvenes a pertenecer a estas bandas.
Para seguidores del tema, el profundo machismo existente en Centroamérica también motiva a algunos chicos a aceptar los códigos de las pandillas, claras expresiones de una cierta forma de entender la masculinidad.
Esta variable estructural se suma a los altos niveles de exclusión social y de desigualdad, a la larga historia de conflictos y guerras, y a la disponibilidad de las armas en estos territorios: datos oficiales dan cuenta de más de dos millones de artefactos de muerte no autorizados en manos de la población en la zona.
Sin embargo, un informe del Instituto de Estudios de Guerra del Ejército de Estados Unidos, de 2005, esgrimió la tesis de que estas bandas constituyen una nueva insurrección urbana y tienen como objetivo derrocar a los gobiernos de la región.
La Prensa Gráfica, diario salvadoreño, citó entonces a la encargada de asuntos antinarcóticos para Centroamérica del Departamento de Estado de los Estados Unidos, Anne Aguilera, cuando afirmó que las pandillas son el problema de seguridad más grande en la región centroamericana y parte de México.
Desde mediado de 2003 argumentos similares fueron manejados para justificar los planes Mano Dura, Súper Mano Dura, La Escoba, Tolerancia Cero y otros al estilo de limpiezas sociales, que de forma indistinta aplicaron los gobiernos del área contra estos grupos.
Activistas sociales, políticos, sindicalistas, académicos y otros sectores, sugirieron en este ámbito adoptar políticas preventivas para contrarrestar la acción criminal de las pandillas y lograr la inserción de sus integrantes en la sociedad.
Las guerras gubernamentales desatadas en Guatemala, El Salvador y Honduras contra las pandillas fueron incapaces de aplacar la violencia porque solo reprimieron, como alertó en su momento el Instituto Interamericano de Derechos Humanos (IIDH).
Tales estrategias, señaló un estudio del organismo regional, se desatienden de un problema medular que es la escasez de oportunidades que enfrenta la juventud en esas tres naciones centroamericanas.
Incluso, lejos de contenerse, la violencia delictiva se incrementa en la región como resultado de la política de mano dura aplicada por los Estados, que polarizan las rivalidades entre los pandilleros y las fuerzas policiales, agregó el documento.
Otro elemento que favorece el ascenso de la peligrosidad es la vinculación en las cárceles de los líderes de esas bandas delincuenciales, menores de 23 años de edad en su mayoría, con jefes del narcotráfico.
Lo que se ha hecho es aplicar medidas represivas que culminan con la captura de los mareros para desarticular sus organizaciones, lo cual resuelve el problema sólo en apariencias, porque esos jóvenes más bien se fortalecen, se reagrupan y en las prisiones se unen con bandas del crimen organizado como el narcotráfico, explicó Víctor Rodríguez, coordinador administrativo del IIDH.
Para Rodríguez, el germen principal de este problema es la falta de oportunidades, el no ofrecer a los jóvenes y niños un proyecto de vida. En ninguno de los países se está haciendo esto, y no tienen una política integral para enfrentarlo, afirmó.
Lo que se hace en los tres territorios es llevar el problema a las cárceles, agravarlo, pues al no existir programas de rehabilitación, los cabecillas aprenden nuevas formas de delito y utilizan su infraestructura en las calles para el narcotráfico, precisó.
Rodríguez vaticinó que en Guatemala, El Salvador y Honduras las pandillas y otras formas de delincuencia juvenil continuarán creciendo por no dárseles oportunidades a los jóvenes como salud, educación, cultura, recreación, trabajo e ingreso.
La investigación elaborada por el IIDH, de la Organización de Estados Americanos, consideró que lejos de reducirse los miembros de las maras superaron los 10 mil en Guatemala, 20 mil en El Salvador y 30 mil en Honduras.
-Lejos de educar, la ley del talión
La alarma cundió en varios países centroamericanos ante el reforzamiento de las acciones criminales que, a veces desde las sombras y otras a cara descubierta, realizaron los denominados grupos de limpieza social bajo el amparo del Estado.
Defensores de los derechos humanos rechazaron tales prácticas y consideraron que los que masacraban a los supuestos pandilleros o mareros en El Salvador, Honduras o Guatemala, eran agentes estatales o civiles y actuaban peor que aquellos a quienes catalogan de delincuentes.
La ineficacia de los sistemas judiciales y la impunidad reinante en estos territorios, unido a las represivas políticas desatadas contra niños, adolescentes y jóvenes vinculados a las pandillas llevó a muchos a tomarse la justicia por su mano.
Mientras algunos consideraban que existía un plan premeditado en el que participan fuerzas de seguridad, otros aseguran que miembros de la policía integraban estos grupos porque los vehículos que utilizaban pertenecían a esa institución.
Lo cierto es que hace buen tiempo se conoce que un sector de la oficialidad en la región defiende la idea de matar a los presuntos pandilleros porque puede resultar más barato que empeñarse en lograr su reeducación.
Las ejecuciones constituyen "una política de Estado": es más fácil para los gobernantes eliminar a estas personas que establecer costosos y extensos programas de rehabilitación, declaró María Luisa Borjas, ex subcomisionada de la Policía Preventiva en Honduras.
En 2003, esta funcionaria puso al descubierto que la prueba de tal arbitrariedad estaba en el apoyo que brindaban los encargados de velar por la tranquilidad ciudadana a cuerpos represivos como Los Magníficos.
Como otros escuadrones de la muerte que operan en todo el territorio hondureño, esa organización paramilitar se dedicaba hacía más de una década al exterminio de jóvenes sospechosos de ser antisociales.
Los Magníficos son ex agentes del tenebroso Batallón 3-16, creado por generales hondureños con fondos de la Agencia Central de Inteligencia de Estados Unidos (CIA) y el asesoramiento de suramericanos pro-nazis en los años 80.
Pero si antes esos grupos solían torturar, desaparecer o masacrar a profesores, religiosos, estudiantes u otros sospechosos de simpatizar con ideas izquierditas, ahora dirigen las mirillas de sus armas hacia niños de la calle y jóvenes.
Sólo desde 1998 hasta agosto de 2006 fueron asesinados tres mil 300 menores de 23 años en Honduras: algunos como blanco de puntería desde autos en marcha, otros llevados a zonas apartadas y fusilados de manera sumaria, o secuestrados y luego aparecidos muertos.
Esa práctica también cobró fuerza en el último lustro en Guatemala y El Salvador ante el agravamiento de la problemática de las maras, culpadas por las administraciones gubernamentales de la ascendente ola criminal en la llamada "cintura de América".
En esos territorios, los grupos de exterminio utilizan similares armas, vehículos y comenten las ejecuciones en grupo, afirmó el director de la organización humanitaria regional Casa Alianza, Manuel Capellín.
Fue en la ciudad salvadoreña de San Miguel, donde se constató la reaparición de al menos dos de estas bandas de exterminio autodenominadas "La sombra negra" y "Comando Maximiliano Hernández Martínez".
Ambas exigieron a los mareros y a otros grupos delincuenciales comunes abandonar esa localidad "so pena de eliminarlos" y, pese a no tenerse constancia de que se trataba de policías y militares disfrazados muchos opinaron que sí.
Los cuerpos represivos en cuestión, casi siempre orientados contra los jóvenes, guardan estrecha relación con similares fuerzas surgidas en el ámbito de los convulsos años 80.
Expolicías y exmilitares suelen conformar la nómina de tales grupos, cuyos orígenes se entrelazan con la estrategia alentada por Estados Unidos en ese período bajo la Doctrina de Seguridad Nacional y dirigida contra las fuerzas progresistas.
Más de una década de rebasados los conflictos internos de esa etapa, la criminalidad continuó en ascenso en estos países y las autoridades trataron de ocultar su incapacidad para detenerla responsabilizando a los jóvenes apegados a la cultura de las maras.
-Maras o pandillas ¿podrán librarse del estigma?
Nuevas visiones alrededor de las maras o pandillas centroamericanas intentan hacerse espacio a partir del esfuerzo de investigadores y defensores de los derechos humanos del área y de otras partes del mundo.
Contrario a las definiciones prevalecientes en el sistema judicial- sobre todo en El Salvador, Honduras y Guatemala- estas tienden a ser apreciadas con mayor frecuencia como agrupaciones juveniles relativamente estables y generadores de patrones de identidad.
El uso de espacios públicos urbanos distingue a estas asociaciones, también articuladoras de economía y de la vida cotidiana de sus miembros, sin pretensiones de institucionalidad.
De acuerdo con pesquisas realizadas por la empresa consultora Centroamérica Demoscopia S. A, las maras o pandillas de la región despliegan un contrapoder sustentado en una violencia inicialmente desordenada.
La revisión de lecturas comparadas y las entrevistas a tres mil 402 informantes claves, entre mareras, mareros, jóvenes en riesgo, ex pandilleros, familiares, vecinos, policías, comerciantes, transportistas y víctimas, permitió llegar a esas y otras ideas.
Los entrevistados coincidieron en llamar o entender a la pandilla como la familia, porque en ella satisfacen necesidades personales que dejaron descubiertas las originales, como el reconocimiento y la autonomía.
Para muchos de ellos, además, los integrantes de estas bandas forman un colectivo capaz de suplir necesidades afectivas y brindar cierta independencia respecto a la actividad adulta.
Las maras funcionan como asociaciones de orden emotivo y las edades en las que suelen ingresar a ellas sus miembros están en correspondencia con etapas de búsqueda de definiciones como personas y de pertenencia a un grupo.
La identidad del pandillero se construye, en primera instancia, alejada de la figura de autoridad pero en relación con otros jóvenes y en oposición a los miembros de agrupaciones similares.
Para los entendidos, los vínculos entre la comunidad y la pandilla son complejos: los pandilleros pertenecen a redes familiares que forman parte del capital social de la comunidad, lo cual limita la capacidad de esta para controlar su comportamiento.
La mezcla es temor y compasión: la familia del marero generalmente rechaza la situación y busca mecanismos para facilitar la reintegración de sus parientes, en correspondencia con la analista hondureña Julieta Castellanos.
Cosa distinta es la relación policía, comunidad y pandilla. En Guatemala, El Salvador y Honduras, los gobiernos optaron por la política de mano dura: represión policial y endurecimiento de las penas.
Tales políticas crearon serios problemas en una región donde el aparato de justicia penal es considerado por observadores internos y externos como ineficiente, poco respetuoso de los derechos humanos y con serios problemas de corrupción.
El estudio demuestra un sentimiento bastante generalizado de insatisfacción con la policía, mientras esta cree que la corrupción en sus filas limita la capacidad de la institución para actuar de forma efectiva contra las que llama bandas delincuenciales.
La pandilla tiende a amplificar y favorecer una participación mayor de los jóvenes en la delincuencia, opinan directivos policiales, aunque también existen evidencias de que sus miembros cometen menos delitos de los que el imaginario popular les atribuye.
Ello obliga a buscar desde el punto de vista sociológico el redimensionamiento de otras facetas del funcionamiento de las maras, más allá del crimen y el delito que atrae a jóvenes con una mayor propensión a la realización de actos delictivos.
Entre los delitos más comunes cometidos por los pandillero están el robo y el escándalo público: en Guatemala (60 por ciento), en El Salvador y en Honduras (55) y el asesinato e intento de asesinato en Guatemala (12), en El Salvador (24) y en Honduras (28).
Los mareros, ex mareros y mareras también tienen ingresos por trabajo legal, en Guatemala (54 por ciento), en El Salvador (66) y en Honduras (32 por ciento), informó Demoscopia.
Algo olvidan muchos: antes que mareros y pandilleros, estos jóvenes fueron niñas y niños y por eso cabría preguntarse cuándo ocurrió su conversión y la ruptura con los patrones de convivencia social aceptados tradicionalmente.
No obstante, casi siempre la mayoría coincide en que las políticas de Mano dura, Super mano dura y Cero tolerancia, fueron un absoluto fracaso porque atacaron el efecto y como resultado, las maras y los pandilleros se refundaron, se reestructuraron, más verticales, más violentas, más cohesionadas.
Pero los consultores rescataron un dato esperanzador y es que todo parece indicar que las familias y la comunidad mantienen una alta disposición a apoyar iniciativas para atender la problemática.
Más, ello será poco sin la urgente acción del Estado y una constante reconversión del discurso en los medios de difusión, los cuales aportaron bastante en el proceso de criminalización de la milenaria masa de niños, adolescentes y jóvenes, vinculados a las pandillas.
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