Guatemala Elecciones: ¿Fiesta democrática?
Terminado el acto eleccionario, palabras más, palabras menos, suele repetirse siempre la misma cantinela: que se asistió a una fiesta cívica, que el pueblo se expresó libremente y que el principal ganador de todo esto es la democracia.
No importan los detalles puntuales, pues la sustancia es, en última instancia, la defensa del sistema vigente. Las elecciones —tal como las que ayer se tuvieron en el país— son lisa y llanamente la continuidad inalterada de la situación de base: un minúsculo grupo que se aprovecha del trabajo creador de riqueza de la amplia masa de población y un grupo de políticos profesionales que se encarga de manejar las palancas del Estado, que no es sino el instrumento de dominación de ese grupito sobre la mayoría popular.
Las elecciones no son ninguna herramienta para que el pueblo mande, se exprese, diga su verdad. Por el contrario: son un mecanismo artero que hace creer perversamente que los electores eligen su propio destino. ¡No hay mentira más amañada!
Estimada lectora, estimado lector, te dejo unas preguntas en relación con todo esto. ¿Cómo se llama el diputado que te representa en tu circunscripción electoral? ¿Cuántas veces se juntó con tu grupo de vecinos para discutir alguna propuesta de ley? Si la respuesta es negativa (no sabe / no responde), ¡seguro que vivís en una de estas llamadas democracias!
En Guatemala, hace ya casi 30 años regresó la democracia. Dicho de otro modo, hace ya tres décadas la población mayor de 18 años debe cumplir cada 4 con el ritual de asistir a las urnas (a veces acarreada) y se dice que así se consuma esa fiesta cívica. Pero esa llamada democracia no resolvió ni uno solo de los problemas que llevaron a los militares al poder por largos años y que en la década de los 60 del pasado siglo encendieran la segunda guerra más larga del continente y una de las más cruentas. Es decir, con generalato o con democracia, la pobreza estructural siguió y la exclusión de las grandes masas de población indígena continuó inalterable, del mismo modo que también siguieron inalterables el analfabetismo, el hambre, el racismo y la explotación inmisericorde.
En ocasiones anteriores, aún en guerra o apenas firmados los acuerdos de paz en 1996, todavía existía cierta esperanza en lo que podría deparar cada nueva administración. Pero, para desesperación de los ciudadanos votantes, cada presidencia no dejaba de traer siempre más de lo mismo. Además de la pobreza histórica, que nunca cambia, la corrupción en cada elenco gobernante fue la norma.
Así pasaron siete administraciones desde 1986. Hoy nos encaminamos a la octava. Pero la gente ya se cansó de esto.
Los acontecimientos que se desataron a partir de abril, si bien no son una revolución en sentido estricto, un cambio radical en las estructuras de poder, marcan el hastío de la población, el descontento generalizado y el repudio por la situación de miseria en que se vive y por el hipócrita y descarado discurso de los supuestos representantes del pueblo.
Seguramente el destape realizado por la Cicig en relación con los casos de la defraudación aduanera y del Seguro Social fueron sopesadas medidas de Washington, pero eso motivó un despertar popular que no estaba en los planes. De esa manera, yendo más allá del guion trazado en alguna oficina de planificación, el pueblo comenzó a hablar un nuevo idioma: el idioma de la rebeldía, del rechazo a la burla de que es víctima.
Este texto está escrito unas horas antes de las elecciones, obviamente sin saberse lo que ocurriría el domingo 6. Los lectores lo verán cuando ya se conozcan los primeros resultados. Lo cierto es que, sea quien fuere el ganador (que seguramente no ganará en primera vuelta) en estas condiciones, con la burla constante que significa este sistema político perverso, las elecciones lo que menos representan es una fiesta cívica. Si mucha gente se abstuvo o votó nulo, es porque abomina de la farsa en juego.
(Por Marcelo Colussi. En: http://www.plazapublica.com.gt/content/fiesta-democratica)
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