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¿Divide et impera con signo religioso?

¿Divide et impera con signo religioso?

El divide et impera, herencia de la Roma clásica mal atribuida por algunos a Napoleón Bonaparte, es más viejo que la Batalla de las Termópìlas, pero su legado se extiende hasta nuestros días.

Mientras la internet refleja el heterogéneo empleo de esa táctica en miles de páginas, proliferan de manera desmedida diversas asociaciones en las que se concentran los ahora identificados como nuevos actores sociales, defensores del medio ambiente o de los derechos en materia religiosa, sexual, de género, racial, u otros.

Estudios realizados por especialistas del Centro de Investigaciones Sociológicas y Psicorreligiosas de Cuba confirmaron, por ejemplo, que en el último decenio se expandieron por toda Centroamérica y el Caribe modernas expresiones religiosas marcadas por una evidente ambigüedad.

Los denominados Nuevos Movimientos Religiosos abarcan una multiplicidad de grupos de corte neopentecostal, mesiánicos, fundamentalistas, apocalípticos, esotéricos, y otros, donde convergen rasgos de distintas culturas, distantes desde el punto de vista geográfico, con elementos cristianos y no, del imaginario popular o corrientes de pensamientos diversos.

Hasta la generalidad del término, difundido desde las casa matrices de los también llamados movimientos contemporáneos, no tradicionales, no denominacionales o sectas, revela la imprecisión de estas formaciones en las que pueden evidenciarse desde liderazgos fuertes hasta espontáneos, intervenciones en cuestiones políticas o evasión, e inclinaciones a estigmatizar al hombre o alabarlo.

El desenvolvimiento de esas formas organizativas, originadas en Estados Unidos en la mayoría de los casos, revelan las tensiones provocadas por la imposición de la agenda globalizadora sobre los contextos locales y las transformaciones sufridas en ese ámbito por lo simbólico.

También ponen al descubierto la transnacionalización de las creencias o prácticas, las formas de aceptación de los pluralismos religiosos por Estados e instituciones tradicionales y el papel ambivalente de las creencias en lo sobrenatural en los procesos de integración regionales.

Aunque desde los tiempos coloniales se reconoce a Latinoamérica como la región donde habita la mitad de los católicos del mundo- 49,92 por ciento, según el Anuario Estadístico Iglesia 2002- es innegable la recomposición del campo religioso en esta parte del mundo a partir de los años sesentas del siglo pasado.

En ese entonces comenzó la vertiginosa expansión del movimiento pentecostal en el área, al punto que iniciada la presente centuria se asegura la presencia de un 12 a un 15 por ciento de evangélicos, mientras reverdecen las expresiones religiosas amerindias. Los impulsores de estas corrientes reivindican sus derechos desde la óptica indígena, africana, islámica e incluso, de otras zonas del Oriente.

Todo ello conforma la espiritualidad religiosa contemporánea de Latinoamérica, atravesada por el progresivo crecimiento pentecostal, su influencia en organizaciones cristianas de larga data y el desafío de los Nuevos Movimientos, que aparecen distantes de instituciones eclesiásticas tradicionales oriundas de occidente.

Peculiaridad de este proceso es la aparición continua de agrupaciones provenientes de otras regiones o por fragmentaciones de las ya existentes, en las que resalta la participación de emergentes agentes religiosos acompañados de una vasta literatura, alejada de la tradición latinoamericana y plagada de simbologías entrecruzadas de distintos credos.

Al mismo ritmo en que se propagan por nuestras ciudades, esas estructuras enfiladas fundamentalmente hacia los creyentes alientan de manera solapada el abandono de los compromisos sociales institucionalizados y estimulan una reanimación religiosa o de índole asociativa por la vía del individuo en pequeños grupos o sectas.

Posturas enajenantes de la realidad social y discursos personalizados, desatendidos generalmente de la solidaridad ciudadana y enfocados al reconocimiento de los exitosos en materia económica, distinguen a los impulsores de esas corrientes.

Según estos, la pobreza, rodeada de cierto misticismo, es resultado del pecado cometido por los seres humanos a los cuales afecta y la bonanza económica, prueba de la verdadera fe, de la pureza de alma y en consecuencia, de la bendición de Dios.

Tales mensajes, originados en las sociedades del mal llamado primer mundo bajo el signo de la postmodernidad, encuentran aceptación en diversos sectores sociales, pero sobre todo, en aquellos que carecen de recursos o vías esenciales para vivir.

Heterogeneidad y falta de unidad entrecruzadas fertilizaron el terreno en el cual germinaron estos movimientos religiosos y otros llamados a defender los re- renombrados derechos humanos, al margen de las estructuras estatales.

La variedad de propuestas de “sobrevivencia espiritual” elaboradas en los denominados centros de poder- en correspondencia con la agenda neoliberal- refleja la sutileza moldeada por un sistema mucho más añejo que el mejor de lo vinos e impulsa la legendaria fragmentación de las sociedades latinoamericanas.

Junto a la subdivisión en pequeñas celdas, estilo panal, puede cobrar abrigo de manera progresiva el abandono de imprescindibles compromisos sociales y de la identidad cultural, tan mellada por cuenta de los procesos globalizadores.

No son pocos los grupos de nuevo tipo que se presentan apenas como un calco de patrones importados o en el peor de los casos, responden a patrocinadores extranjeros…y ya lo dice la voz popular: quien paga, manda.

Tales asociaciones religiosas suelen actuar por separado, concentradas en sus propios sistemas de creencias y sin intenciones evidentes de confrontar al status quo, al menos en el orden político.

Las cosmovisiones alentadas por los líderes de estos movimientos más bien tienen a desvirtuar la comprensión de los factores esenciales que inciden en los problemas que día a día enfrentan las masas arrastradas por ellos.

El sociólogo cubano, Aurelio Alonso Tejada, asegura que ese fenómeno puede estar en correspondencia con lo ocurrido en el último cuarto de siglo en Estados Unidos, donde se registró la sistematización creciente de la espiritualidad religiosa desde las esferas del poder político para apuntalar el proyecto hegemónico imperialista.

En gran medida, ese proceso presenta una sintonía apreciable con la implantación y evolución del modelo neoliberal y de sus redes en América Latina y el mundo entero. Prueba de ello es lo recogido en el primer Documento de Santa Fe, elaborado en 1980 por los asesores del gobierno del ex presidente Ronald Reagan.

Quienes concibieron ese documento rector de la política estadounidense con respecto al continente afirmaron entonces que “el papel de la Iglesia en la América Latina es vital para el concepto de libertad política” y que las fuerzas marxistas-leninistas han utilizado a la Iglesia como un arma política en contra de la propiedad privada y del capitalismo productivo, infiltrando la comunidad religiosa con ideas que son menos cristianas que comunistas.

En consecuencia, los asesores sugirieron reaccionar en contra de la Teología de la Liberación tal como e s utilizada en América Latina por el clero a ella vinculado, lo que tal vez explique la reacción del extinto Papa, Karen Wojtyla contra el sacerdote sandinista, Ernesto Cardenal, la desatención a las demandas de Monseñor Oscar Arnulfo Romero a favor del pueblo salvadoreño y las acciones contra el rumbo dado por el padre Pedro Arrupe, a la Compañía de Jesús y el teólogo de la liberación, Leonardo Boff.

Pero también, y de manera más evidente, la aprobación de las Instrucciones redactadas por el actual Papa, Joseph Ratzinger, entonces Cardenal, como prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe (1984, 1986).

Esas acciones, destinadas a contrarrestar la incidencia de los elementos progresistas en las comunidades religiosas, fueron legitimadas por el Santa Fe II (1988), que enfatizó en la necesidad de “atender la teología de la liberación como doctrina política disfrazada de creencia religiosa con un significado anti-papal y anti-libre empresa”.

Todo lo anterior estuvo acompañado de la labor del Instituto de Religión y Democracia (IRD), formado por evangélicos y activistas políticos estadounidenses de la tendencia neoconservadora afiliada a la implantación del modelo neoliberal.

El IRD, inaugurado en 1981 para el supuesto “fortalecimiento de los vínculos entre la fe cristiana y los valores democráticos”, se dedica desde entonces al estudio de coyunturas, diseña estrategias de expansión, fomenta misiones en los países latinoamericanos y en el resto del mundo.

En opinión de los especialistas, la gestión de ese ente representa el soporte desde Estados Unidos a los nuevos movimientos de conversión, algunos de ellos verdaderas sectas de muy discutibles creencias, nutridas por obra del creciente desencanto con las religiones tradicionales o por lo que algunos consideran, la crisis de los patrones culturales de occidente.

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