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Réquiem por la tradición en Cuba

Réquiem por la tradición en Cuba

Un cerdo asado en púas, relleno con frijoles negros y arroz; una tamalada de harina de maíz, y dulces de todos tipos como colofón, eran una cuestión de honor entre años para cubanas y cubanos tres décadas antes.

   Dar vueltas al animal, cuyo cuerpo se doraba lentamente sobre las brazas de carbón, luego de ser extendido y atado por sus patas al madero o hierro destinado a ello, constituía todo un ritual.

   Hermanas y hermanos, padres e hijos, tías y sobrinos, abuelas y abuelos, amigos, compañeros de trabajo y parientes no tan cercanos, se cambiaban por turnos para completar la obra.

   Mientras, el resto de la familia se congregaba alrededor del horno improvisado en el patio de una casa y entre chistes y música de todo tipo, transcurría el 31 de diciembre.

   Llegar unidos a la medianoche y abrazarse, en medio de fuegos artificiales, el sonido del himno nacional en la tele, y el discurso oficial, era la meta hasta para los más dados a beber alcohol en ese entorno.

   El flujo de personas de la ciudad al campo también era constante en esos días. Cualquier tenía parientes en el campo y hacía allá iba con todas sus fuerzas para disfrutar del ritual más esperado durante los meses de trabajo.

   Casi siempre, el primer día del año era recibido con la marca de la vigilia en el rostro y el estómago, a pesar de lo cual volvía a reunirse la prole junto a la mesa o en el espacio más amplio del lugar para terminar con las bebidas y la carne asada.

   El regreso al trabajo, tras días de intenso goce, parecía una suerte de reedición del jolgorio. Compañeras y compañeros intercambiaban experiencias de lo vivido en el fin de año entre si y con nuevos bríos, reiniciaban labores. 

   Pero todo cambió. La familia, núcleo central, se quebró con la emigración y las remesas, en tanto el incremento de los precios, las escaseces, y las diferencias de ingresos entre los que quedaron en el país, hizo la otra parte.

   Las carencias, multiplicas desde los años noventa y aunque en algo aliviadas, sostenidas hasta hoy, obligaron a muchas y muchos a priorizar las limitadas entradas -con relación a los precios- a productos indispensables para el día a día.

   Comprar un puerco entero para seguir la tradición devino imposible para las mayorías, que apelaron al pernil o pierna, o cuando más a unas masas fritas o al pollo, el otro plato de celebraciones en Cuba.

   El congrí, elaborado en olla de presión o arrocera, logró mantenerse a pesar de los pesares, pero en menos raciones, porque los convidados disminuirían a tono con las circunstancias.

   De los dulces del cierre, menos quedó. Un turrón importado o cuando menos, una variedad de los caseros de fruta bomba o papaya o mermelada de guayaba –por lo general, sin el queso-, porque el de leche o las deliciosas torrejas –pan frito, tras pasar por leche con vino seco, canela, y huevo-…¡ni pensarlo!

   La visita a los parientes del campo o de estos a la capital también se redujo en extremo. Viajar se complicó con el ascenso del costo del pasaje o boleto, por cualquiera de los medios de transporte, y con la disminución del número de las salidas de ómnibus, trenes o vuelos.

   Eso, sin contar, la consiguiente manipulación de funcionarios corruptos en el sector, que crean crisis ficticias y no para llevarse una mejor tajada a sus bolsillos.

  Ni siquiera la reanimación económica de los últimos años pudo frenar tales prácticas y la pérdida de tradiciones culturales ligadas a la mesa en el ámbito de fin de año.

   Aquellas abuelitas de los ochenta, que crecieron bajo los cánones de la sociedad patriarcal y aprendieron a deleitar a todos con sus artes culinarias, murieron o están muy mayores y sus hijas e hijos optaron por profesionalizarse en otras ramas, en desmedro de lo doméstico.

   Mujeres y hombres, inmersos en tareas sociales de envergadura, aprendieron lo elemental para sostener a sus familias y sobre todo las primeras, día a día hacen magias en la cocina para, con poco, multiplicar “los panes y los peces”.

   Pocos jóvenes conocen de los buñuelos y otros postres caseros, tampoco de frutas del patio cubano como el anón, la guanábana, el marañón, caimito, o mamoncillo, así lo constató la autora en ocho años de experiencia profesoral en sedes universitarias capitalinas.

   Los problemas en la organización de la producción, la distribución, y comercialización de los productos agrícolas, reconocidos por las máximas autoridades en el país, son un obstáculo por salvar.

   La variedad de ofertas, los salarios en relación con los precios, igual son tareas pendientes en este nuevo siglo, en el que continua el esfuerzo del gobierno de la Revolución por aliviar a las mayorías.

   Más, el escepticismo arrasa al tratar de buscar la mejor manera de recuperar algunas costumbres que un día formaron parte de la identidad de cubanas y cubanos y hoy apenas descansan en el baúl de las nostalgias.

   El movimiento social es indetenible. Salir al rescate de tradiciones perdidas es loable, pero siempre chocará con obstáculos difíciles de franquear y la fundamental, el desconocimiento de las nuevas generaciones de aquello que un día sirvió de gozo a sus antecesores.

1 comentario

eduardo -

Me pregunto al leer el final de esta cronica...por que el desconocimiento? Las carencias materiales no tienen que ir necesariamente de la mano del olvido...sobre todo en materia de esos signos de identidad tan bien descritos...En fin...la mar...