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Maldad mediática

Maldad mediática

Como en un juego de ajedrez, los receptores de los medios de comunicación contemporáneos, estamos obligados a inventar estrategias para que al final estos queden frustrados en su intención de darnos el Jaque Mate.

  Idiotizar parece ser la meta final de quienes disfrutan del máximo poder en esta "Sociedad de la Información", donde televisoras, periódicos, radios, libros, películas, videojuegos, clips musicales, y otros miembros de la corte, transmiten una visión torcida del espacio vital.

Es legítimo el deseo de consumir los más burdos enlatados, al estilo de telenovelas, reality show y talking show en boga, pero disfrutar del dolor ajeno nunca fue una opción aceptable bajo las normas añejas de convivencia social.

Los medios de comunicación -o más bien, de difusión de verdades cuestionables- sólo reproducen discursos que naturalizan la exclusión y expropian la posibilidad de la palabra a mujeres, indígenas, jóvenes, negros y otros menos favorecidos en la escala de valores sacralizada por estos.

Cada vez son más frecuentes las apariciones de representantes de estos grupos poblacionales en noticiarios y otros espacios, en correspondencia con el slogan de la democracia y de la libertad de expresión, enarbolado bajo ese tamiz, más los porqués de la situación que enfrentan nunca aflora.

La inclusión en los canales comunicativos de nuestro tiempo para nada borra la exclusión de estos grupos poblacionales, reducidos a estereotipos que refuerzan la presunta condición de víctimas de un sistema que los condenó a íconos de lo malsano, la ignorancia, o la violencia.

El imaginario está permeado de códigos, en virtud de los cuales, ser pobre es sinónimo de ignorante, maloliente, violento o productor de violencia, promotor de la inseguridad ciudadana, o potencial agente de perversión asociado a los distintos eslabones de la cadena delictiva.

Los medios de comunicación globalizados son la expresión más visible de una estructura de desigualdad que trasciende los indicadores económicos y muestran sin recato el rostro más feo de la discriminación por razones de sexo, edad, raza, credo político o religioso.

Más todavía: acuñaron hace mucho el modo en que los seres humanos deben vestir, mantener sus cuerpos, el cabello, oler y hasta andar entre sus iguales, a despecho de la heterogeneidad impuesta por la Madre Naturaleza.

Quien sale de la regla, perderá puntos ante los otros, le costará el doble insertarse y avanzar hacia sus metas personales en medio de la marea aceptada por la mayoría, lo que para nada implica que sea imposible, sin renunciar a una manera digna.

Las disímiles categorías socioculturales (sexo, edad, origen étnico, etc.), vinculadas a la pobreza, terminan incentivando un imaginario que actúa como resorte del miedo entre las personas y posibilita a quienes detentan el poder justificar políticas represivas y la opresión de unos por otros.

De forma paralela, parajes turbios del tejido social obran como reservorio de donde los magnates de la comunicación sacan la materia prima necesaria para hilvanar historias con las cuales movilizar resortes humanos y atraer al gran público.

La mercantilización de los medios está a la orden. Todo cuanto pueda hacerse por ganar, será poco, en desmedro de la cacareada objetividad o de análisis más reposados de lo que acontece para incentivar el pensamiento a la búsqueda de soluciones a los problemas de la comunidad.

"Tenemos un sistema que es amnésico, que solo vive con la rapidez, y que además es puramente coral. Usted verá las mismas imágenes, los mismos análisis. Entonces, para qué sirven esa cantidad de medios, si en realidad, es la misma canción. Es como una misa de Mozart", graficó el comunicólogo Ignacio Ramonét.

Para este como para otros estudiosos del ámbito mediático, el periodismo está en crisis y muchos periodistas adolecen de una falta de identidad terrible, en gran medida debido a la crisis económica producida por la pérdida de credibilidad que enfrentan los medios concentrados.

Mantener el lugar alcanzado en la nómina de una empresa de renombre o al menos, bien pagada, obliga de forma constante a hacer concesiones y poco importa lo que pueda impactar el resultado final del trabajo, para bien de la sociedad, si arranca el aplauso de los contratistas.

El imaginario que condena a muchos y enaltece a unos pocos, triunfadores de bolsillos llenos y presencia ceñida al parámetro hollywoodense, es afianzado de manera descarnada con la complicidad de los medios y aquellos que venden su intelecto al mejor postor.

Estos promueven lecturas únicas, despojadas de historicidad, donde los villanos y sus víctimas son diferenciables sin gran esfuerzo, ante determinados acontecimientos, e incitan a amar con la misma crudeza que mueven al odio, incluso contra los que ayer trataban como amigos.

En múltiples ocasiones, la inmediatez es enarbolada como paliativo de la rigidez en las reflexiones y de evaluaciones simplistas de hechos que, divorciados de otros que contribuyeron a desencadenarlos, poco responden a la necesidad de crear espacios de intelección más profundos.

La batalla por la democratización de la información suele entenderse como la lucha por romper con el oligopolio mediático, pero cada vez son más los que abogan porque esta comprenda también la búsqueda de alternativas reales a esa visión sesgada de la realidad, en la que terminamos sucumbiendo o, cuando menos, nos marea.

El malestar provocado por los medios genera frustraciones, miedos, soledades, seres de cartón atraídos sólo por el consumo irrefrenable de cuanto sale al mercado sin parar mientes en sus exiguos recursos monetarios para hacer frente a la avalancha de tantas cosas materiales.

Estos entes irreflexivos, egocéntricos, apáticos en relación con temas que atañen a sus congéneres, tienen un único sueño: convertirse en fetiche del resto, en modelo de turno, o acumular cuanto equipo tecnológico salga a la palestra, para entrar en la lista de los más ajustados al concepto de modernidad vigente.

Mientras esta masa crece, atraída por los cantos de sirena de los edulcorados programas donde reverencian a un bailador de stripper devenido estrella de cine o donde un cantante bajo la ducha gana miles en un concurso para aficionados, otra buena parte cuestiona.

La incredulidad está en juego, pero sobrevive, pese a las series plagadas de mujeres de belleza inigualable, maquilladas y peinadas hasta para dormir, luciendo atuendos fastuosos durante el día en casas que parecen salas de muestra de opciones decorativas y, jamás, hogares de familia.

Los inconformes polemizan ante tanta sangre y lágrimas bañando la pantalla, tanta publicidad insubstancial, tanto sexo signado por lo animal sin dosis de espiritualidad, y tanto fetiche inalcanzable para seres de carne y hueso, de mundos diversos desde todos los ángulos.

El derecho a hacerle el juego a la estrategia de domesticación impulsada por las grandes corporaciones mediáticas es incuestionable, más cabe escuchar a quienes alertan que el gusto creciente por lo banal en nuestras sociedades debe mucho a estas garantes del debatible "entretenimiento".

La inversión en materia comunicativa en el mundo está regida por diseños de expertos en publicidad, contratados por su capacidad para discernir cuáles pueden ser los patrones de consumo más eficaces.

Los resultados de esta industria razonada, para crear adicción, con razón son identificados por los expertos como "el imperio de los signos" y resta al gusto individual la libertad para elegir.

La inocencia está descartada. Lo que llaman "Guerra Mediática" no es capricho de políticos trasnochados o de intelectuales bohemios empeñados en inventar novedades.

Los adictos a determinados programas televisivos, publicaciones periódicas, o sitios digitales de modas o chismes de famosos, sobrepasan la media en cualquier parte del orbe.

Estos son víctimas de lo que por cultura llega a nuestras casas, bajo el manto de la amplitud de horizontes regalada por la Internet u otros aparatos ideológicos de la globalización, como gesto altruista de quienes pujan por granjearse la aceptación popular, alentando debates sin rozar esencias.

La diferenciación entre lo inteligente y lo superficial está en el sustrato de la campaña a la que estamos avocados frente a la fuerza de ciertos medios, porque a fin de cuentas, la práctica diaria recupera la vigencia del pensamiento del periodista argentino Rodolfo Walsh:

"Nuestras clases dominantes han procurado siempre que los trabajadores no tengan historia, no tengan doctrina, no tengan héroes ni mártires. Cada lucha debe empezar de nuevo, separada de las luchas anteriores, la experiencia colectiva se pierde, las lecciones se olvidan. La historia aparece así como propiedad privada, cuyos dueños son los dueños de todas las otras cosas".

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