El hombre que amaba las novelas históricas. Notas sobre la relación entre literatura, política y ciencia social en Cuba
Según le aseguraba Federico Engels a Miss Harkness en su famosa carta, él había aprendido más sobre el capitalismo europeo del siglo XIX leyendo a Balzac “que en todos los libros de los historiadores, economistas, estadísticos profesionales de la época, todos juntos”. Me gusta repetir esta frase, sobre todo delante de economistas y estadísticos, o para el caso, de esos científicos que pasean a lo desconocido guiados por números, gráficos y tablas, y arrinconan al arte en la tarea más bien contemplativa de disfrutar la belleza.
Engels estaba claro. Sin embargo, ¿se imaginan que para entender la sociedad europea de la primera mitad del siglo XIX las únicas fuentes a nuestro alcance fueran las novelas de la Comedia Humana? ¿Que para apreciar la huella de la Restauración posrevolucionaria en Francia o medir la fuerza del capital sobre los ideales de libertad, igualdad, etc., solo pudiéramos recurrir a las desgracias del joven Sorel en El rojo y el negro o el aprendizaje de Lucien de Rubempré en Las ilusiones perdidas? ¿O que en vez de Las luchas de clases en Francia, para comprender la Revolución de 1848 tuviéramos que limitarnos a la transida mirada de Flaubert en La educación sentimental? Pues bien, en Cuba, muchos se han enterado del papel de Trotski y el significado de Stalin en el socialismo del siglo XX, de la guerra civil española y sus complejidades, y de sus huellas sobre el pensamiento y la práctica de la izquierda en el mundo mediante El hombre que amaba a los perros, de Leonardo Padura.
Naturalmente, ni esta novela histórica, ni ninguna otra sobre el tema, tienen la menor responsabilidad en ese páramo injustificable sobre la revolución rusa, la historia de la URSS y sus protagonistas, y del socialismo en el siglo XX, que ha prevalecido en Cuba, y que solo se explica por la renuencia a asumir el ajuste de cuentas con el socialismo soviético. Más bien todo lo contrario, habría que agradecerles a los creadores —narradores, dramaturgos, cineastas, artistas plásticos— que hayan puesto a la luz problemas como estos, y los de nuestra propia historia contemporánea, actuales o pasados, antes que las ciencias sociales, incluso desde época previa al Período especial.
Compartir esta valoración, sin embargo, no implica adjudicarle a esta novela ni a ninguna otra obra artística o literaria, la llave maestra para guiarnos por la escondida senda de la Revolución rusa, ni por sus resonancias descomunales a lo largo del siglo XX, algunas vibrantes todavía. Esta transferencia corre el riesgo de hacernos pasar, como ocurre a menudo, de la ignorancia a la simplificación.
I
¿Qué sabemos en Cuba sobre la Revolución rusa y la historia de la URSS? A pesar de que más de tres décadas de exposición intensa al país soviético, a su cultura y muy en especial a su modo de pensar y practicar el socialismo; de que más de 300 mil cubanos (cuento apenas a los universitarios civiles) estudiaron allá, y de que posiblemente estemos entre los países del mundo con más hablantes del idioma ruso per cápita, la historia rusa y soviética que la mayoría de los cubanos conoce es la escrita por un solo autor: el PCUS. No es nada más que no hayamos publicado la Historia de la Revolución rusa de Trotsky; o que la única edición de Stalin de Isaac Deutscher estuviera, por decirlo así, limitada. Es que más de veinte años después del fin de la URSS, los lectores cubanos tienen a su alcance menos de su historia, y pueden acceder a menos análisis basados en estudios documentados acerca de los bolcheviques o la perestroika que en casi ninguna parte.
Entre los años 70 y 80, desde luego, publicamos decenas de autores rusos y soviéticos —incluso algunos que sostenían tesis muy peculiares sobre las revoluciones en Cuba y en América Latina. Pero no dimos a conocer clásicos de la Revolución de Octubre, como los diarios de Isaac Babel o Víctor Shklovski; las memorias de Víctor Serge y de Pitirim Sorokim; los testimonios de los anarquistas que lucharon la revolución, como Makhno o Kropotkin. Tampoco hemos tenido acceso (me refiero a los cubanos que frecuentan las librerías) a obras de bolcheviques como Bujarin (con cuyo Manual de economía política polemizó Gramsci), y apenas una de Preobajenski (traducida en Cuba con el dudoso título de La nueva económica).
Naturalmente, a la larga lista de historiadores postsoviéticos —Roy Medvieiev, Nikrich, Andreev-Khomiakov—, y estudiosos de documentos desclasificados en los primeros años del desmantelamiento de la URSS (Iakovlev, Sevostianov, Khlevniuk, Bugai, Kozlov) tampoco los conocemos. Pero no se trata solo de historiadores profesionales, sino de documentos y testimonios de protagonistas, muchos de los cuales nunca fueron disidentes. Es el caso de Anastas Mikoyan o Georgui Arbátov, altos dirigentes o asesores desde la segunda posguerra mundial y hasta los años finales del sistema; ex-miembros del Politburó, como Grishin; ex-jefes de la KGB, como Semichastnyi, o ex-diplomáticos, como el sempiterno embajador soviético en Washington (y actor de la Crisis de octubre), Anatoli Dobrinin.
Incluso acerca de esta “Crisis del Caribe” —como ellos la llamaron—, a pesar de tratarse de un tema de historia de Cuba, y de que ha generado cierta producción intelectual y atención en nuestros medios, resulta que no hemos publicado ni siquiera selecciones de las memorias de Nikita Jrushov, difundidas en Occidente desde antes del fin de la URSS, cuya edición corregida y aumentada alcanzó cuatro volúmenes (Moscú, 1999). Sobre este tema inacabable de la Crisis de octubre de 1962, decenas de textos soviéticos y rusos esperan por la traducción al español, entre ellos algunos recientes como el de Alexander Fursenko, A Hell of A Gamble, que utiliza documentos desclasificados soviéticos; o las reflexiones de altos asesores de Nikita, como Fiodor Burlatsky.
En cuanto a la perspectiva del estamento militar, y sus principales jefes, naturalmente, en Cuba sí publicamos (o distribuimos editados por la Editorial Progreso) a veteranos de la Gran Guerra Patria, como el egregio Mariscal Zhukov (aunque la edición rusa “no censurada” que se publicó después está pendiente), a Rokossovski y otros altos jefes; sin mencionar otras memorias de generales, como Vasilievski y Gorbatov, o las revelaciones de ilustres agentes de inteligencia, como Alexander Orlov.
Deberíamos conocer las obras de algunos de aquellos kremlinólogos clásicos de Occidente —como el polaco Seweryn Bialer (a quien conocimos cuando visitó Cuba en los 80), Adam Ulam, R. H. McNeal—, los que a pesar de su anticomunismo contribuyeron con análisis muy documentados sobre la URSS tardía. Pero también de los expertos, como Gueorgui Arbátov, consejero de varios líderes del Kremlin (incluido Gorbachov), a quien muchos cubanos llegamos a conocer en Moscú, como director del prestigioso Instituto de Estados Unidos, con su libro El sistema, más revelador que la mayoría de los testimonios sobre los gulags y otros tópicos que han plagado la historiografía, la no ficción y las novelas históricas sobre el período —incluida aquella que sí se publicó en Cuba en los 60, Un día de Iván Denísovich, de Alexander Solienitsin, convertida en emblema del deshielo pos estalinista por el propio Jrushov.
Esta catarata de rusología apenas ilustra la inopia que apunté arriba. Algunos autores mencionados —Serge, Bujarin, Trotski, Babel, Shklovski, Kropotkin, Deutscher (de cuya biografía en tres tomos sobre Trotsky se nutre el propio Padura para su novela), y naturalmente, Lenin y el mismísimo Josif Visariónovich Djugashvili—, estuvieron entre las lecturas juveniles de algunos de nosotros en los 60; otros, como Arbatov o Fursenko, siempre se les pueden pedir a los amigos (“¿quieres un libro o una botella de Jack Daniels?”). No son pocos, sin embargo, los que yo solo tengo en un file titulado “Libros para buscar”, bajo la forma de referencias y reseñas de títulos que quisiera leer.
Al cabo, me pregunto si sería tan complicado o costoso armar al menos recopilaciones o antologías, si no de papel, quizás en soporte electrónico (como se dice ahora), para poner al alcance democrático de los bolsillos que frecuentan las librerías de la calle Obispo (no las de la Rambla), algunos de estos textos y autores. Tales ediciones virtuales o tangibles podrían encabezarse con prólogos que las pusieran en contexto, en su contexto, en vez de hacerlas rebotar en la cama elástica de la meta-historia —a la que me voy a referir en seguida.
II
Cuba es un país cuyo principal evento editorial tiene en su centro la literatura, territorio que, en sentido lato, abarca los géneros de “no ficción” (testimonio, entrevistas, crónicas, biografías, etc.). Apenas una editorial cubana produce nada más y nada menos que “ciencia y técnica” (entre ellas, las ciencias sociales); mientras, una decena se dedica total o mayoritariamente a las letras y las artes: Letras Cubanas, Arte y Literatura, Gente Nueva, Unión, casi toda Casa de las Américas, la mayoría de Oriente —la principal fuera de La Habana—, entre otras. Por mucho que también esas y otras editoriales, como la del Instituto Juan Marinello, publiquen obras de ciencias sociales, su menor peso específico en el conjunto de la producción editorial resulta evidente.
A este patrón desbalanceado se suma que los rangos de libertad de un escritor y de un investigador social son muy diferentes. Las vallas que debe saltar un sociólogo para publicar un texto sobre, digamos, los impactos indeseados del turismo (prostitución, drogas, mercado negro, etc.), la migración ilegal, la corrupción o el delito son incomparables con los que se presentan ante un escritor de novelas policíacas o de guiones de cine que recreen exactamente los mismos temas. No debe sorprender, entonces, que la literatura, en especial la narrativa (además del teatro y el cine) “se adelanten” a tratar los grandes problemas de la sociedad cubana y el mundo actuales, y ofrezcan su interpretación de la historia contemporánea, con ventaja respecto a la sociología, la ciencia política, la antropología, la psicología social, e incluso la historia y la economía.
Algunos sostienen que la frontera entre la novela histórica y la historia es muy fina; que al fin de cuentas se trata de relatos y metarrelatos cambiantes con la época y sus cánones; que los discursos ideológicos adoptan y adaptan la historia a sus propios patrones; etc. Supongamos que Gadamer y sus seguidores criollos tienen alguna razón. Consideremos, no obstante, un argumento.
En su calidad de producto artístico, la literatura no es solo (ni sobre todo) “un espejo que se pasea por la vida” —imagen que ya Stendhal citaba con sorna. Si así fuera, nadie leería hoy la Divina Comedia, pues el asunto que motivaba a Dante, la bronca política entre güelfos y gibelinos, no le interesa ya ni a la gente que vive ahora mismo en Florencia. Si una literatura vive, es porque suscita problemas, ideas, sentimientos, fantasías, asociaciones y representaciones que tienen sentido para seres reales aquí y ahora. Si la sangrienta saga semilegendaria en que se basó Shakespeare para escribir Macbeth ocurrió realmente así o no, y si el thane de Cawdor mató al rey con una daga o un piolet de alpinista, da lo mismo. Sus sueños de poder, la manipulación escalofriante de Lady Macbeth, las vacilaciones del magnicida, su insomnio culpable, sus paranoias, sus reflejos autoritarios y supersticiosos, son el fermento profundo de una tragedia que nos sigue hablando hoy, no la historicidad de los hechos que narra.
Ahora bien, si en lugar de esa libre asociación inherente a la recepción del arte y la literatura, se induce una interpretación unívoca mediante códigos que intentan asimilar espacios y épocas distantes desde claves comunes; si la obra se postula como mapa para guiarse por la historia real, se remplaza el impulso de conocimiento propio del arte por una lectura limitada a entender el presente como simple emanación de un cierto pasado. Descifrar un período revolucionario lleno de situaciones extremas, como la de Cuba a fines de los 60, mediante la clave del estalinismo, corre el riesgo de reducir la idiosincrasia del responsable de vigilancia de un CDR en el barrio habanero de Mantilla a la de un operativo entrenado para el asesinato político por expertos al mando de Eduard Beria, en el Moscú de los años 30.
Como cuestión de rigor histórico, no de licencia literaria, fenómenos como la UMAP; las expulsiones de homosexuales, religiosos y personas no simpatizantes con el socialismo en centros docentes e instituciones públicas; el caso Padilla, y otros ejemplos de rigidez ideológica ocurren en un momento ajeno a la influencia soviética. Afirmar que las nacionalizaciones masivas de pequeños negocios por la Ofensiva Revolucionaria respondieron a una matriz estalinista revela ignorancia sobre el contenido específico de la política y el contexto ideológico prevalecientes en la Cuba de 1968. Rastrear el origen de ese peculiar estilo político nuestro, que toma la crítica como una forma de agresión, descalifica la opinión del otro como insustancial por el mero hecho de discrepar; o atribuirle el código genético de nuestro criollo autoritarismo a la cultura ancestral de una remota aldea georgiana, resulta ineficaz para entender la historia y la cultura cubanas. La ineptitud para reconocerle causas nuestras a nuestros propios problemas podría tener que ver más con un esquematismo ideológico que no se ha extinguido del todo entre nosotros, ni siquiera entre los abanderados de la crítica y la libertad del escritor. El sueño de esa libertad, parafraseando a Goya, genera también a menudo sus monstruos.
III
¿Cuál es la consecuencia de todo lo anterior para una lectura crítica sobre la producción del conocimiento social en Cuba, y para su diseminación?
El paso del campo intelectual de los 60 a los 70-80 no consistió en la radicalización política del pensamiento y la producción artística, la adopción del marxismo como eje del discurso político predominante y doctrina de las instituciones (desde la escuela hasta las organizaciones sociales), la valorización de los contenidos ideológicos del arte como dimensión fundamental de su interpretación, la caracterización de la producción cultural del capitalismo por su índole enajenante, y de un pensamiento crítico que —como práctica generalizada— la descalificaba. No fue la polaridad de los discursos, su politización y su radicalidad a rajatabla lo que se inició con la década de los 70: todo eso ya estaba presente en la cultura de los 60. Los rasgos particulares de la marea iniciada con el llamado Quinquenio gris fue la estigmatización de la perspectiva crítica y del debate como prácticas divisivas y debilitadoras; la exclusión de todo enfoque alternativo al marxismo-leninismo en su versión más cerrada, calificado no solo como erróneo, sino peligroso; y el estrechamiento de los autores y obras puestas al alcance del lector cubano en el ámbito del pensamiento social y la teoría a los parámetros de la producción intelectual de los países socialistas, en especial, la URSS y Europa Oriental.
Una muestra de la actividad de una sola casa editorial, Ciencias Sociales, resulta reveladora de esta evolución, reflejo del biorritmo ideológico y cultural característico del socialismo cubano. Examinemos sumariamente tres de sus etapas.
En los cinco años que transcurren entre 1967 y 1971, el patrón editorial predominante se caracteriza por los siguientes rasgos:
1. Amplio abanico de disciplinas, no solo historia, política y economía, sino sociología, antropología, relaciones internacionales, filosofía, teoría social y cultural, análisis político.
2. Espectro político e ideológico relativamente amplio. Abundaban los discursos de dirigentes de la Revolución y las obras de los clásicos marxistas, así como textos de la nueva izquierda latinoamericana, de miembros activos de redes tricontinentales como la OSPAAAL, incluyendo africanos, árabes, vietnamitas. Pero muchos títulos de tema político no eran de dirigentes o doctrinarios marxistas, sino de sociólogos y analistas políticos, pertenecientes a una variedad de enfoques.
3. En esos cinco años, solo la editorial Ciencias Sociales publicó autores marxistas y no marxistas, como los italianos Niccola Abagnano, Antonio Gramsci, Antonio Labriola, los norteamericanos Herbert Marcuse, John Kenneth Galbraith, Oscar Lewis, George Thomson, C.Wright Mills, Arthur Schlesinger, Paul Sweezy, los franceses Jean Paul Sartre, Auguste Cornu, Maurice Godelier, Gerard Walter, André Gorz, Georges Gurvitch, los húngaros George Lukacs y Bela Balassa, el polaco Isaac Deutscher, los belgas Ernest Mandel y Paul Bairoch, los británicos Edward Carr, Gordon Childe, Maurice Dobb, los alemanes Rosa Luxemburgo, Max Weber, Werner Jaeger, el austriaco Adolf Kozlik, los africanos Ben Barka, Ahmed Sekou Touré, Mustafá Lacheraf, el vietnamita Le Chau, el martiniqués Franz Fanon.
Con la entrada de los 70, la estructura de esa producción editorial se transformó de manera dramática.
1. La diversidad de disciplinas característica de los 60 se polarizó notablemente, y se concentró en un campo: la historia. De los 230 títulos publicados por la Editorial de Ciencias Sociales en 1972-76, 80 (es decir, el 35%) fueron sobre historia, la mayor parte de Cuba, en particular el período colonial y las dos primeras repúblicas, hasta los años 30. En todo el período, solo 14 títulos estuvieron dedicados a la sociología; y 5 a la antropología.
2. Aparte de los clásicos del marxismo y los discursos de dirigentes de la Revolución, los libros consagrados a la política contemporánea, a lo largo de todo ese quinquenio, no pasaron de 18. La teoría social contemporánea se redujo drásticamente. La mayoría de los títulos de filosofía no eran de pensadores actuales, sino obras clásicas: Kant, Hegel, Platón, Bacon, Campanella, Tomás Moro, Feuerbach, Rousseau, Aristóteles, Spinoza.
3. La diversidad de autores característica de los 60 se contrajo al denominador común de la Unión Soviética, con las obras filosóficas de Konstantinov, Afanasiev, Illin, Frolov; las de teoría económica de Fedorenko, Rumiantsev, Mayorov, Aksiohova; las de sociología de Zdravomislov y Andreieva. El puñado de textos sobre política pertenecían a Krupskaia, Turovtsev, Smernova, Brezhnev, Basmanov, Dimitrov. La lista de autores de “Occidente” (es decir, del resto del mundo no socialista) alcanzó apenas una decena: Philip Foner, Armand Mattelart, Ariel Dorfman, Felipe Pardiñas, Gunther Radezun, Celso Furtado, Harold Faulkner, James Frazer.
En el inicio del período 1972-76, la revista teórica emblemática de los 60, Pensamiento Crítico, desapareció. Pero el estrechamiento de criterios editoriales no duró un quinquenio. A diferencia de lo que pasaría en la producción y el mercado de la literatura, y sobre todo en el cine, la plástica y el teatro de fines de los 70 y los 80, en las ciencias sociales ese patrón del período 1972-76 se extendería a los tres quinquenios siguientes. Un achatamiento como este no se compara con el de ninguna otra esfera de la vida intelectual y cultural del país.
Sin embargo, en la década de los 80, el sector de la ciencia, la educación superior, la cultura, las relaciones exteriores, los diversos ministerios dedicados al campo económico (Economía, Trabajo, Comercio Exterior, etc.), los medios de difusión, el PCC, entre otros sectores, auspiciaron centros de investigación en el campo de las ciencias sociales. A pesar de la devastación del Período especial, muchas de estas instituciones resurgieron o se establecieron en la segunda mitad de los 90, hasta alcanzar hoy un número y una variedad muy superior a la que existiera en los 60.
Como parte de la propia crisis y de la reanimación del debate público hoy se vive en otro contexto de ideas muy diferente al de los quinquenios 70 y 80. El mundo de las instituciones académicas y de investigación, científicas, educativas y culturales se ha extendido y multiplicado, y el espacio público se ha enriquecido de manera insólita. En el registro nacional de publicaciones periódicas, a la altura de 2012-2013, estaban inscritas 153 revistas literarias y artísticas, y 172 de ciencias sociales, incluyendo impresas y digitales.
Sin embargo, la producción editorial de libros en este campo presenta datos desoladores. De los apenas 185 títulos publicados solo por la Editorial Nuevo Milenio en la esfera de las ciencias sociales en el quinquenio 2009-2013, 44% correspondían a historia. La mayoría de esos títulos que abordaban el período revolucionario eran apenas recopilaciones testimoniales. La ciencia política y la sociología, para no hablar de la teoría social y las corrientes filosóficas contemporáneas, estaban prácticamente ausentes. Apenas 17% (31 títulos) fueron de autores no cubanos, la mayoría de ellos caracterizados por su adhesión a la Revolución cubana.
Resulta difícil atribuirle a escasez de recursos, necesidad de priorizar otros renglones de la producción intelectual, falta de casas editoriales en el país, y mucho menos a criterios relacionados con la influencia ideológica soviética, la pobre disponibilidad de títulos de ciencias sociales representativos del pensamiento contemporáneo, y de la propia producción de los investigadores cubanos, en comparación con la multitudinaria presencia de otros géneros, como la poesía, o las masivas tiradas de libros de cocina.
El debate sobre los problemas centrales de la sociedad cubana actual no está constreñido hoy al radio de acción institucional de las ciencias sociales. Cuestiones como las de la discriminación racial y el prejuicio, la orientación sexual, las diferencias intergeneracionales, la crisis de valores morales e ideológicos, el flujo migratorio y sus motivaciones, las visiones acerca del modo de vida capitalista, la libertad de expresión, la sociedad civil y el pluralismo, y otros muchos igualmente complejos y sensibles están siendo tratados en diversos espacios, incluidos los de la literatura, el arte, el teatro, o el cine que se hacen y se consumen en Cuba. La labor de los investigadores de las ciencias sociales no informa como debiera este debate, ni se beneficia de él.
La falta de difusión de los resultados de la reflexión y la investigación en ciencias sociales afecta la conciencia social y la ideología, y lastra el desarrollo de una cultura socialista acorde con los nuevos tiempos.
Las ciencias sociales pueden tener, al igual que la cultura en general, un papel más activo y eficaz en el intercambio con el exterior. Rehuir ese debate porque se da en un entorno percibido a veces como desfavorable o adverso deja el terreno libre para los conceptos y enfoques contrarios. Si no somos capaces de ejercer nuestra propia crítica, de manera fundamentada y argumentada, ese espacio lo llenarán otros, muchas veces de manera extraña o distorsionada.
Los estudios culturales están convocados a profundizar en las raíces, el patrimonio, los valores de la tradición, la reinterpretación de nuestro pasado –pero sin limitarse a este ejercicio de recuperación histórica. Los cambios que afectan la cultura política real de la población; la desigualdad; los cambios en las relaciones sociales, la presencia de nuevas corrientes religiosas, los problemas reales de funcionamiento del sistema político, son centrales a la cultura cubana. El enorme impacto de la reinserción internacional del país, la avalancha de patrones culturales externos, y en general las transformaciones de la globalización sobre nuestra sociedad son demasiado importantes para ser la agenda exclusiva de una disciplina o institución.
Erradicar los vestigios de aldeanismo, y promover la actualización de nuestro debate interno con los problemas y desarrollo conceptuales del mundo contemporáneo, son una condición para lidiar con la avalancha ideológica de la globalización desde una posición que no sea meramente defensiva. Sin ese intercambio, confrontación y aprendizaje, no hay renovación posible.
Conceptos como derechos humanos, sociedad civil, pluralismo, democracia, transición, libertad de expresión deben ser reivindicados en términos teóricos y prácticas culturales concretas, no regalados al pensamiento conservador y antisocialista. Se trata de contribuir a reconstruir su sentido, no solo para la cultura cubana, sino para el pensamiento radical en el mundo contemporáneo.
El análisis, los argumentos y evidencias que aportan las ciencias sociales a la apropiación razonada de los valores culturales del socialismo —especialmente en las generaciones más jóvenes y educadas— no solo contienen un poder de convicción, sino que proporcionan enfoques y elementos de juicio imprescindibles para la recreación de una cultura socialista, a la altura del siglo XXI.
La escuela y los medios de comunicación no son más cultos porque integren los medios científico-técnicos, sino porque sean capaces de incorporar concepciones científicas y humanísticas más avanzadas, provocativas y novedosas. Es en esa cultura, y no meramente en la renovación tecnológica, donde radican los fundamentos del desarrollo social y cultural cubano.
(Por Rafael Hernández, director Revista Temas. En: http://temas.cult.cu/blog/201402/el-hombre-que-amaba-las-novelas-historicas-notas-editoriales-sobre-las-relaciones-entre-literatura-politica-y-ciencia-social/)
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