Bases ideológicas de la dominanción
En el ámbito de los festejos por el bicentenario de la independencia política de América Latina, del dominio hispano portugués, vuelve a la memoria uno de los peores crímenes cometidos contra los pobladores de estas tierras: la subestimación de su humanidad.
La generalizada creencia en el supuesto espíritu salvaje y animal de los indígenas sirvió de referente ideológico justificativo para el genocidio cometido contra ellos durante la época colonial y está en el sustrato de las políticas excluyentes que los afectan en las sociedades contemporáneas.
Uno de los primeros exponentes de esta visión de los dominadores fue Benito Peñalosa, quien en su Libro de las cinco excelencias del español que despuebla a España para su mayor potencia y despoblamiento, aseguraba que los indios eran sumamente bárbaros e incapaces.
En su obra, publicada en Pamplona, España, en 1629, aceptaba que “los españoles que primero los descubrieron, no podían persuadirse que tenían alma racional, sino cuando mucho, un grado más que micos, o monas, y no formaban algunos escrúpulo de cebar sus perros con carne de ellos”.
Aunque su Santidad Paulo III admitió que los habitantes de este lado del mundo eran verdaderos seres racionales, dotados de alma, prevaleció la idea de que esta era una “tabla rasa, carente de cultura, sin rastro de pintura de la imagen y semejanza de Dios”.
La bula papal del 9 de junio de 1537 abrió el camino al reconocimiento en las Leyes de Indias de la plena humanidad de estos pueblos, pero gran parte de los pensadores católicos siguieron defendiendo su convicción de que los aborígenes eran inferiores.
Esta corriente de pensamiento cobró rango de moda en distintas épocas y cimentó estrategias de aniquilamiento o incentivación de la inmigración de blancos, como las defendidas por el argentino Domingo Faustino Sarmiento.
Cuando Colón arribó al continente, la población autóctona oscilaba entre 7,5 y 100 millones, concentraba en su mayoría se en las zonas montañosas de centro y Suramérica.
Para 1650, esta cifra se había reducido drásticamente como consecuencia de la guerra, las enfermedades contagiosas y los trabajos forzados. Según estimados, sólo sobrevivió 20 por ciento de la población inicial.
Más, la historia de dolor y sangre de los indígenas no se detuvo allí: casi al terminar la primera década de la vigésimo primera centuria, los pueblos autóctonos de esta región continúan demandando el fin de la discriminación hacia ese amplio sector poblacional.
Del Río Bravo a la Patagonia, las etnias aborígenes suman 410 con un total aproximado de 50 millones de integrantes, a los cuales se añaden 1,5 millones de diferentes tribus y clanes en Estados Unidos.
Centroamérica sólo acumula de tres a 5,6 millones de indígenas -casi todos pertenecientes a numerosas etnias de origen maya- y México, 5,7 millones, lo que equivale a 8,5 por ciento de la población.
En Suramérica, las etnias sobrepasan el centenar y están compuestas por 20,5 millones de personas. En Bolivia y Perú, por ejemplo, los aborígenes representan más del 50 por ciento del total de los habitantes.
A pesar de constituir mayoría en muchos casos, estos padecen el irrespeto a sus derechos, sobre todo en lo referido a la posesión y explotación de la tierra legada por sus predecesores.
La revalidación de los aportes de estos pueblos a las identidades nacionales poco aporta: sus exponentes carecen de oportunidades y se ven obligados a sortear los intentos de ridiculizar o, cuando menos, tergiversar sus valores ancestrales.
Constantes son las alusiones de políticos y funcionarios a la multiplicidad étnica, en tanto los mayores índices de pobreza en esas naciones se ubican en estas comunidades y en las integradas por negros, según organizaciones humanitarias.
El Estado y las clases dirigentes mantienen a estos sectores sujetos al aislamiento territorial, atraso y falta de equidad.
En sintonía, medios de comunicación masiva y otros factores, favorecen la expansión de los prejuicios racistas, estereotipos y expresiones lingüísticas que tratan de denigrarlos.
La imposición de los códigos de la cultura occidental, marcada por la impronta del catolicismo, incentivó el desprecio a los indígenas y ello cobró fuerza bajo la impronta neoliberal y el accionar de los aparatos ideológicos de la globalización.
Obligados a sortear estos y otros obstáculos impuestos por el sistema de dominación capitalista, la mayoría de los más jóvenes descendientes de estas etnias terminan asimilando los patrones de las sociedades norteñas y dejan atrás sus tradiciones.
No obstante, el batallar de los más comprometidos con el rescate de las culturas autóctonas persiste y cada vez resulta más visible el ascenso del protagonismo de los indígenas organizados.
Ellos constituyen parte esencial de los movimientos sociales populares latinoamericanos, cuya lucha exhibe una mayor coherencia, particularmente en lo tocante a la reivindicación y autogestión de principios relacionados con la unidad, tierra, cultura y autonomía.
Cuestión esencial por priorizar en el accionar de estas agrupaciones es el rompimiento con el vasallaje en el orden del pensamiento, a partir de la revalidación de todo lo aportado por los descendientes de nuestros primeros padres, como los identificara el intelectual guatemalteco Manuel Galich.
El predominio de la visión fatalista sobre las culturas indígenas americanas y su supuesta propensión a la dominación foránea, frenan en ocasiones la adopción de estrategias eficaces en la defensa de los derechos del sector.
Dirigentes populares, políticos, académicos y analistas, insisten en que sólo el constante diálogo y el respeto a las diferencias, pueden propiciar el involucramiento consciente de estos pueblos en los proyectos de cambio en la región.
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