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El sueño de la integración latinoamericana y caribeña

El sueño de la integración latinoamericana y caribeña

 

 

 Solo en esta época de reenquiciamiento y remolde, lograron las hermanas latinoamericanas y caribeñas concretar la vieja aspiración de crear un espacio donde intercambiar opiniones sobre sus problemas comunes y trazar estratégicas para solucionarlos, sin injerencias foráneas.

La conformación de la Comunidad de Estados latinoamericanos y caribeños constituye el paso más sólido dado hacia la integración de los 33 países situados “del Bravo a la fangosa Patagonia”, al decir de nuestro José Martí, y es deudora de un legado incalculable.

Una de las propuestas primarias destinadas a concretar la unidad de las nacientes repúblicas latinoamericanas partió de los próceres venezolanos Francisco de Miranda y Simón Bolívar y centró la atención en la integración por regiones.

Este proyecto implicaba la subdivisión de los territorios situados al sur del río Bravo en cinco confederaciones y fue expuesto de forma más acabada por José María Samper, a mediados del siglo XIX.

El autor del Ensayo sobre las revoluciones políticas y la condición de las Repúblicas Colombianas (1861) defendió el término América Latina, estimuló la superación de la decrepitud heredada del dominio colonial español y la refundación de las otrora colonias en "grupos respetables y homogéneos".

La creación de una Confederación Iberoamericana Internacional, propugnada por Samper, debía aunar a estas naciones "según la demarcación indicada, en lo relativo a la diplomacia, política comercial y consular y manifestaciones en el exterior que las relacionasen con la prensa”.

El contexto que rodeó a este adalid de la unidad latinoamericana lo motivó a sugerir la creación de una confederación de estados mexicanos, otra de las Repúblicas centroamericanas, del Pacífico (Perú, Bolivia, y Chile), del Plata (Argentina, Uruguay y Paraguay) y la Colombiana (Venezuela, Ecuador y Colombia).

Según el filósofo colombiano Miguel Rojas, los presupuestos integracionistas comunes a estas uniones eran el respeto a la situación geográfica natural e histórica cultural compartida y el proyecto de defensa común ante los enemigos externos.

También estos partían del Derecho Público Colombiano y la prohibición de la guerra interna de los Estados miembros, de la alianza perpetua contra las invasiones de filibusteros y naciones extranjeras y de la fraternidad comercial y de navegación.

La iniciativa contemplaba la estructuración de una comunidad oficial completa en el sistema de monedas, pesos y medidas; de un banco similar al sistema monetario refrendado, y el reconocimiento a la ciudadanía común hispano-colombiana, sin pérdida de la originaria.

El mantenimiento del status colonial en Cuba y Puerto Rico incidió en que este omitiera la posibilidad de una sexta confederación, lo que fue defendido años más tarde por los puertorriqueños Eugenio María de Hostos y Ramón Emeterio Betances.

Ambos, junto al haitiano Antenor Firmin, fundamentaron la necesidad e importancia de la integración caribeña, y sus ideas estuvieron en correspondencia con lo que defendía el cubano José Martí.

Estos proyectos calaron en el panameño Justo Arosemena, quien abordó la identidad desde el concepto bolivariano de "mancomunidad".

Para el defensor de la creación de la Liga Americana, nada era más "natural que una idea de unión por pactos entre Estados débiles independientes, de común origen, idioma, religión y costumbres, situados conjuntamente en una cierta disposición territorial".

Consciente de la imposibilidad de un solo gobierno continental desde México hasta el Cono Sur, dadas las especificidades de cada área y las circunstancias históricas, Arosemena alimentó la organización de una Confederación de Naciones de Sudamérica.

La alianza proyectada por el panameño presuponía una Asamblea de Plenipotenciarios de las naciones confederadas, derecho internacional de los pueblos del área, derecho internacional privado y el deslinde y fijación de los límites territoriales de los Estados para evitar conflictos fronterizos.

El programa abogaba por una defensa común, arbitraje económico entre los países implicados y reconocimiento de la ciudadanía de sus naturales sin importar lugar de residencia.

En sintonía, Francisco Bilbao alentó a fomentar la unidad de ideas por principio y la asociación como medio entre los latinoamericanos, en tanto el chileno José María Torres Caicedo intentó denotar la identidad cultural y el principio de integración, evidentes antes de la centuria decimonónica.

Durante la Conferencia de 1856 en París, donde se identificó a esta región como América Latina, Bilbao delineó un proyecto integrador en correspondencia con ese concepto y definió que su máxima era la unidad.

"Tenemos que perpetuar nuestra raza americana y latina; que desarrollar la república, desvanecer las pequeñeces nacionales para elevar la gran nación americana, la Confederación del Sur…y nada de esto se puede conseguir sin la unión, sin la unidad, sin la asociación", declaró.

Este pensador concebía como Sur la extensión lógica y cultural del concepto América Latina, similar a lo reflejado por otros hombres de ideas en esta parte del mundo.

La Confederación Latinoamericana o de Repúblicas del Sur, según Bilbao, partía de los "intereses geográficos, territoriales, la propiedad de nuestras razas, el teatro de nuestro genio, (porque) todo eso nos impulsa a la unión, porque todo está amenazado en su porvenir".

A tono con su tiempo, este chileno temía a los ánimos de reconquista europeos y al expansionismo continental impulsado desde Washington.

La Gran Nación de Naciones, refiere el filósofo mexicano Leopoldo Zea en su obra Fuentes de la cultura latinoamericana, debía fundarse sobre la base de un congreso general de representantes y legisladores y de un código de derecho internacional.

Además, debía partir de un pacto de alianza federal y fuerza militar conjunta, una economía basada en un pacto comercial, eliminación de aduanas nacionales internas, un sistema de pesos y medidas comunes y un sistema de presupuestos.

Esta propuesta implicaba también la delimitación de territorios y fronteras, el reconocimiento de la soberanía popular, la elección democrática para los representantes del Congreso General por la suma de los votos individuales y no por la suma de votos por cada nación.

A su vez, sugería separar la Iglesia y el Estado, la ciudadanía universal latinoamericana, un sistema de educación universal para las repúblicas participantes y la fundación de una universidad que enseñase la historia continental, sus lenguas y culturas.

Tales elemento muestran la incidencia en su pensamiento de las ideas laicistas prevalecientes en Francia y en gran parte de Latinoamérica, al mismo tiempo que constituyen los puntos más revolucionarios de su propuesta.

Unificar el pensamiento, el corazón y la voluntad, eran el objetivo esencial del programa concebido por quien demandó "obras pedimos y no palabras, prácticas y no libros, instituciones, costumbres, enseñanzas, no promesas desmentidas".

Semejante a Bilbao, Torres Caicedo ratificó la visión bolivariana al demandar la conformación de un Estado supranacional tendiente a desterrar “la inferioridad que el aislamiento engendra en cada uno de los Estados latinoamericanos”.

Su propuesta de confederación, unión o liga, perseguía reunir “en un haz único y robusto todas las fuerzas dispersas de la América central y meridional (sic), para formar de todas ellas una gran entidad”, sin detrimento de la autonomía de los Estados.

Esta expresión integracionista debía basarse en “ciertos grandes principios”: creación de un Congreso democrático y liberal, establecimiento de un Tribunal Supremo, fuerzas armadas o tropas para la defensa común y fijación de límites territoriales.

A tales presupuestos se sumaba la negativa a ceder a una potencia extranjera parte del territorio de la unión y de los países miembros, admitir la nacionalidad latinoamericana, abolir los pasaportes nacionales, adoptar idénticos códigos, pesos, medidas y monedas.

También se añadía la libertad de comercio, la creación de un sistema de convenciones postales, la fundación de un sistema de enseñanza uniforme, obligatorio y gratuito en edad primaria, y la creación de un periódico defensor de lo latinoamericano.

La superioridad de la proposición de Torres Caicedo radicaba en la defensa de la libertad de conciencia y tolerancia de cultos, unido a la prohibición de la explotación del hombre por el hombre y la eliminación de cualquier modalidad de servidumbre.

El respeto a la identidad en la diferencia cimentó esta iniciativa, que presuponía la autonomía de cada Estado integrante de la unión y serviría de referente a otros pensadores empeñados en alcanzar metas similares.

Este es el caso de José Martí, uno de los fundadores del modernismo iberoamericano devenido el más importante estudioso y propugnador de la identidad en los últimos decenios del siglo XIX, al decir de Miguel Rojas.

Unido a su intensa labor por lograr la independencia de Cuba, el hombre de La Edad de Oro acotó con precisión que “lo común es la síntesis de lo vario, y a lo uno han de ir las síntesis de lo común”.

A partir de esas convicciones y tras analizar el ámbito latinoamericano y mundial en su época, el autor del ensayo Nuestra América llamó a sus hermanos a aprovechar el momento para unirse como la “plata en las raíces de los Andes”.

Estas visiones fueron enriquecidas con la defensa de la integración económica continental argumentada por el argentino Juan Bautista Alberdi.

En opinión de este, la unión de comercio en esta región debía contemplar la eliminación de las restricciones fronterizas interiores, la igualación aduanera entre naciones y el sostenimiento de las aduanas marítimas o exteriores.

“Hacer de este estatuto americano y permanente, la uniformidad de medidas y pesos que hemos heredado de España”, definió en su Memoria sobre la conveniencia y objeto de un Congreso General Americano (1844).

El padre de la constitución argentina se pronunció por la creación de un banco y un sistema de crédito público continental para servir a la nueva identidad, en beneficio de los países que la integraran, y sugirió incluso el establecimiento de una moneda única.

“Regidos nuestros Estados por un mismo derecho comercial, se hallan en la posición única y soberanamente feliz de mantener y hacer de todo extensivas al continente las formalidades válidas y la ejecución de las letras y vales de comercio”, pronosticó.

A su vez, añadió, estableciendo un timbre y oficinas de registros continentales, las letras y vales vendrían a tener la importancia de un papel moneda americano y general, y por este medio, se echaría cimientos a la creación de un banco y de un crédito continentales.

Alberdi consideró que igual generalidad podría darse a la autenticación de documentos y sentencias ejecutorias, e instrumentos probatorios de orden civil y penal, registrados en oficinas consagradas al otorgamiento de actos de validez continental.

Para este destacado jurista y político, la causa americana había rebasado la época de la defensa de la independencia territorial y por eso debía enrutarse hacia la expansión de su comercio y de su prosperidad material.

“La causa de la América es la causa de su población, de su riqueza, de su civilización y provisión de rutas, de su marina, de su industria y comercio”, definió al exponer su proyecto unionista orientado a revalidar el aspecto económico.

Samper y Alberdi coincidieron en la necesidad de establecer una comunidad oficial completa en el sistema de monedas, pesos y medidas, y la creación de un banco general central, como cimiento de la integración.

“Quien dice unión económica dice unión política”, resumió Martí tras beber de estas enseñanzas, en las cuales se sustentaron sus opiniones sobre la conformación del Estado nación latinoamericano.

Desde esta óptica, el pensador cubano también criticó la propuesta integracionista comercial promovida desde Estados Unidos en el contexto de la Conferencia Monetaria y el Congreso Panamericanos de Washington (1889 y 1990).

Ante las pretensiones hegemónicas del vecino norteño, Martí alertó a sus hermanos latinoamericanos entonces: “el influjo excesivo de un país en el comercio de otro, se convierte en influjo político”.

“El pueblo que quiera ser libre- sentenció- sea libre en negocios. Distribuya sus negocios entre países igualmente fuertes”.

La búsqueda de soluciones propias a los problemas de estos países y el fortalecimiento de sus economías a cuenta y riesgo también fueron sugeridos por el Maestro en ese ámbito, en el cual pareció anticiparse a esta época.

“Ni uniones de América contra Europa, ni con Europa contra un pueblo de América… la unión con el mundo y no con una parte de él”, adelantó de manera previsora lo que constituyó el punto de partida del multilateralismo económico.

Un repaso de la estrategia desplegada por los impulsores del libre comercio obliga a retomar los conceptos martianos y a servirse de ellos como herramientas ideológicas en favor de la lucha contra la injerencia foránea, propósito esencial de la Comunidad de Estados creada en México, en febrero de 2010.

 

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