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Catolicismo en América Latina frente al Concilio Vaticano II

Catolicismo en América Latina frente al Concilio Vaticano II

   Dos sucesos marcaron el mundo en la segunda mitad de la duodécima centuria: el triunfo de la Revolución Cubana y el II Concilio Vaticano, convocado por el Papa Juan XXIII cuando todavía se escuchaban cantos de sirenas por la derrota del gobierno encabezado por Fulgencio Batista y Zaldívar en la Mayor de las Antillas.

   Pese a los tímidos pronunciamientos de la jerarquía católica contra los crímenes de la dictadura batistiana y de posturas muy cuestionables ante el estrechamiento de los vínculos del Gobierno con los países orientados al socialismo entonces; cabe reconocer el aporte de algunos sacerdotes, religiosos y laicos vinculados, de muy diversas maneras, a la resistencia cívica y a la lucha en las montañas en el período prerrevolucionario[1].

   La labor desarrollada por esos curas demostró que la religión era compatible con el espíritu revolucionario en política, aunque fuese minimizada a partir de los acontecimientos que marcaron la dicotomía Iglesia-Estado en el trienio 1959-1961. Estos representantes del clero cubano fueron, tal vez sin proponérselo, los precursores del movimiento radical de izquierda que cobró vida dentro de la Iglesia Católica latinoamericana en los sesenta, cuyo principal exponente fue el sacerdote colombiano Camilo Torres Restrepo (1929-1966).

-RELIGIOSIDAD EN LA DÉCADA DE LOS 60

   América Latina abarcaba un terreno fundamental dentro del cuadro católico internacional en el período. Baste echar un vistazo a las estadísticas de 1966[2] y comprobaremos que 34 por ciento de los que se declaraban católicos eran pobladores de esta cara del globo terráqueo. Por si fuera poco, Brasil exhibía con orgullo su condición de "primer país católico del mundo" por sus 60 mil millones de adherentes, cifra superior a la mostrada por España, Italia y Francia, tradicionales pilares del catolicismo en Europa.

   El reducido número de sacerdotes (sólo 9,5 por ciento), las escasas probabilidades de crecimiento de esa cifra y la ínfima interiorización de lo católico, conformaban el cuadro del catolicismo latinoamericano en la etapa, en la cual la descristianización y la pérdida de la creencia religiosa eran un hecho tan real en las grandes ciudades como en los campos.

   Entre las posibles causas o cimientes de esa realidad, podemos considerar:

-que la religión católica fue el subproducto de la conquista y colonización; la religión oficial impuesta con ayuda de la espada, el arcabuz y el cuero.

-la existencia de aculturaciones de índole sincrética, como es el caso de Santa Bárbara/ Changó; la Virgen de la Guadalupe/ Santuario de Tonantzin, por sólo citar dos ejemplos.

-la convivencia de iglesias católicas paralelas: la del negro y el amo, la del indio y el blanco, la del rico y el pobre; asistidas por un clero esencialmente foráneo (españoles en la mayoría de los países del continente y polaco, italiano u otros en regiones como Río de la Plata)

-la acogida de causas impopulares por parte del clero salvando las no pocas excepciones; desde las guerras contra España hasta la alianza con los poderes oligárquicos y pro imperialistas en el siglo XX

-el progresivo debilitamiento del respaldo de las autoridades al espectáculo del oficio religioso, de su poderío formal; tan necesario para la reproducción de la fe en estas tierras por el sentido religioso latinoamericano: muy dado al desarraigo y a la superficialidad en cuanto a creencias religiosas

-el legado anticlerical de varias generaciones de intelectuales y principalísimas figuras de los movimientos populares reformadores, a despecho del apego de algunos de ellos al cristianismo como es el caso de Bolívar, San Martín, Artigas, Sucre, Moreno. La de la Reforma en México, Venezuela y el positivismo en Brasil, Uruguay, Argentina y Chile; o la de Juárez, José Pedro Varela en Uruguay, o Domingo Faustino Sarmiento en Argentina, nacionalizaron cementerios, registros civiles e incluso, en algunos casos liquidaron bienes materiales de la Iglesia. Igual, el de los anarquista, sindicalistas y socialistas de finales del siglo XIX y principios del XX y sus continuadores más radicales: los comunistas.

-la influencia de la secularización y el descreimiento en ascenso, a escala internacional hacia los sesenta.

   La difícil situación económica de los países del continente americano, los elevados niveles de pobreza, las injusticias cometidas por los gobiernos de esos pueblos y la cercanía de los curas a esa realidad condicionó el enraizamiento, en algunos de ellos, de profundas convicciones revolucionarias y la búsqueda de métodos más objetivos en la consecución de la actividad pastoral.

   El camilismo, fenómeno muy vinculado a la aparición de lo que se conoce como Teología de la Liberación, es la expresión más fehaciente y significó la aplicación de la verdadera doctrina cristiana haciendo causa común con los desposeídos. Su evolución se produce paralelamente al Concilio Vaticano II, convocado por Juan XXIII y concluido por su sucesor en el trono papal, Pablo VI.

 

II INFLUENCIA DEL II CONCILIO EN AMÉRICA LATINA

   El II Concilio Ecuménico Vaticano tuvo lugar en Roma de 1962 a 1965 y marcó un punto de viraje en la evolución de la Iglesia Católica por cuanto facilitó el reacomodo de toda su doctrina y accionar al progreso humano y contribuyó al acercamiento a otras Iglesias cristianas, religiones, pueblos atrasados e incluso, a ateos y comunistas.

  Mantener y recuperar mayor influencia sobre los creyentes fue una de las principales motivaciones del cónclave, que propició cierto alejamiento del anticomunismo ultra reaccionario arrastrado desde época de León XIII.

   Por Concilio, se conoce la asamblea de lo más encumbrado de la Iglesia Católica, donde se evalúa todo lo concerniente a la labor evangelizadora de la institución eclesiástica y se delibera sobre diversos asuntos que atañen a la misma. Los concilios sólo pueden ser convocados por los Papas, únicos con facultades para dirigirlos, determinar los temas a tratar, el orden en el cual hacerlo, invitados, u otros.

   La historia de la Iglesia recogía hasta entonces dos eventos de esta índole: el primero, convocado por Pío IX, aprobó el famoso dogma de la infalibilidad pontificia entre otras decisiones, presididas por el espíritu reaccionario del Syllabus. La realización del Concilio favorece la trascendencia de un pontificado.

   Por su parte, el Concilio Vaticano II (1962-1965) tuvo como propósito reajustar la Doctrina Social Católica y la estructura de la Iglesia a los imperativos de los sesenta: dicotomía y distanciamiento total del mundo en dos polos totalmente opuestos, revolución cultural y auge de las luchas liberadoras en los países del llamado Tercer Mundo.

   “Los objetivos principales del Concilio son aplicar una reforma general, revisar y explicar las doctrinas, perfeccionar la estructura de la Iglesia para que pueda abarcar al mundo entero”[3], afirmó Juan XXIII.

   Las resoluciones aprobadas en ese Concilio contemplaron la modernización del culto católico, la reforma de la Iglesia romana en cuanto a su democratización y a la formación de jerarquías eclesiásticas nacionales en los países en vías de desarrollo independientes; el ecumenismo y/o la reconciliación con los demás cultos; el diálogo con los no creyentes; la renuncia a las excomuniones y la condena de los heterodoxos.

   Todas esas disposiciones estimularon a los elementos reformistas, democráticos y radicales identificados con las realidades de sus pueblos. Los ecos del Concilio traspasaron el Atlántico y llegaron a una América donde bullían, a diferente temperatura, las fuerzas de la Iglesia.

   Hacia agosto de 1968 se celebró en Bogotá, el Congreso Eucarístico Internacional y en Medellín, la general del Consejo de la Segunda Conferencia Episcopal Latinoamericana (CELAM), enfilados mayoritariamente contra la oligarquía y el imperialismo, como lo corroboran sus proyectos y documentos.

   Atento a los aires que soplaban allende los mares, Pablo VI llegó a tierras colombianas el 22 de agosto de 1968, y tras reconocer que la cruz se instaló “sobre las cimas andinas y en los viejos caminos de los chibchas, y los mayas, los incas, los aztecas y los guaraníes”; procuró en cada una de sus intervenciones convencer a campesinos, obreros y estudiantes que sus paupérrimas condiciones de vida eran “más propicias para alcanzar el reino de los cielos” y que había llegado al área para atenuar el “incendio”.

   La postura del líder de la Iglesia no coincidía con el espíritu y resultados de la Conferencia del CELAM, que había condenado la actitud reprobable de los gobiernos del continente, pro imperialista y oligárquicos, militarizados y muchos de ellos, continuos violadores de los derechos elementales de los seres humanos.

   Aunque en el transcurso del segundo cónclave de la Iglesia dominaron las brisas renovadoras, las actitudes asumidas por los miembros más revolucionarios de la curia latinoamericana fueron muy cuestionadas y tuvieron que sortear numerosas barreras para abrirse paso, incluso, entre sus propias jerarquías nacionales.

   La historia reivindicó a esos hombres, que actuaron inspirados en la fe en Dios y en la urgencia de contribuir al mejoramiento de la vida de sus pueblos. Camilo Torres Restrepo, Oscar Arnulfo Romero, Ernesto Cardenal, Gustavo Gutiérrez, Pablo Richard, y tantos otros protagonizaron la oleada revolucionaria de finales de los sesenta y setenta en América y demostraron la posibilidad de la simbiosis religión- revolución.

 

-RETROCESO PAPAL ANTE EL AUGE LIBERADOR

   El Papa Juan Pablo II rompió el record de visitas de la Santa Sede a Centroamérica y el Caribe y transformó el rostro de la Iglesia Católica en la región, con el respaldo de su amigo personal y designado para dirigir la Congregación Para la Doctrina de la Fe, Joseph Ratzinger, devenido Papa Benedicto XVI.

   Desde su primer recorrido por el área, apenas tres meses después de su elección, el 16 de octubre de 1978, el polaco Karol Wojtyla impulsó el aislamiento de los sectores más progresistas de la institución en el contexto de las guerras internas motivadas por la Guerra Fría.

   En sus mensajes de paz, bien acogidos por pueblos enlutados por torturas, masacres y desapariciones ejecutadas por ejércitos contra los movimientos de liberación nacional, procuró fortalecer a las Iglesias locales a riesgo de comulgar con intereses opuestos a su doctrina. 

   Durante unos 10 periplos por esta zona, partiendo del inicial por República Dominicana, México y Las Bahamas (1979) hasta el último por México y Guatemala (2002), Juan Pablo II marcó las pautas a seguir en la compleja coyuntura de los 80 y tras el derrumbe del muro de Berlín. 

   En los casi 230 discursos pronunciados en 15 países centroamericanos y caribeños, algunos visitados hasta cinco veces, como México, criticó a gobernantes, bendijo a dictadores, estableció normas y riñó con detractores de la institución eclesiástica. 

   Esta región del mundo fue núcleo de la política vaticana desplegada durante casi medio siglo por Wojtyla, quien favoreció la elevación de 21 a 24 el número de cardenales de los países incluidos en ella con el objetivo de potenciar una iglesia nueva “para el tercer milenio”. 

   Historiadores eclesiásticos coinciden en que esa estrategia descansaba además en el ánimo de afianzar posiciones doctrinales enunciadas desde sus primeras homilías y traducidas como giros con respecto a los postulados del Concilio Vaticano II (1962-1966).  

   Transcurridos casi 27 años de su reinado papal, en la jerarquía de la Iglesia en el área quedan pocos de los participantes o seguidores de ese encuentro, que reacomodó la doctrina social católica a los nuevos tiempos y creó las premisas para la Teología de la Liberación.

    Prelados y obispos progresistas que oficiaban en México, uno de los dos países de mayor concentración de católicos en el mundo, fueron removidos de sus puestos, al igual que religiosos defensores de la corriente favorable a la actividad sociopolítica con los pobres. 

   Tal es el caso del obispo Samuel Ruiz, quien trabajaba en el sureño  estado de Chiapas, zona de acción de la guerrilla zapatista, y al que se le acusó de “presuntas desviaciones doctrinarias”. 

   Incluso, a los diáconos indígenas que había nombrado Ruiz se les prohibió ejercer su mandato, algo similar a lo ocurrido antes con el brasileño Leonardo Boff, al cual la púrpura cardenalicia le impuso un voto de silencio por lo cual abandonó su investidura. 

  Promotores del ecumenismo en Costa Rica consideraron que, en lugar de avanzar, la institución eclesiástica sufrió durante la gestión de Juan Pablo II un gran atraso “porque buscó consolidar sus estructuras tradicionales y no se dieron los cambios que se requerían”. 

  Pese a esos hechos, el Papa Viajero, como también se le conoce, casi siempre fue acogido con amor por los fieles centroamericanos y caribeños, salvo en la Nicaragua de 1983, donde la multitud rechazó sus críticas al gobierno del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN).  

  El tema de la homilía papal, pronunciada entonces ante 700 mil personas, era un ataque frontal contra la denominada Iglesia popular o paralela a la cual pertenecían los cristianos revolucionarios que habían liberado al país de la dictadura somocista que seguía agrediendo a esa nación. 

   Lo más cuestionado por observadores y sectores sociales fue el silencio del también llamado Papa Pionero sobre las acciones desestabilizadoras que desde las fronteras realizaba la contrarrevolución financiada por Washington, la cual había asesinado a 17 jóvenes un día antes. 

   Pero en El Salvador, el 6 de marzo de ese año, y en 1996, el Papa visitó la tumba del obispo defensor del pueblo, Monseñor Óscar Arnulfo Romero, asesinado por la ultraderecha en 1980 y devenido símbolo popular durante la guerra interna (1980-1992) que dejó 75 mil muertos.

   Juan Pablo II llamó luego a reanalizar esa figura y condenó además el crimen del Obispo Auxiliar de Ciudad Guatemala, Juan José Gerardi, ocurrido dos días después de haber responsabilizado al Ejército por unos 200 mil crímenes perpetrados durante la beligerancia (1960-1996).

   Ya en 2002, regresó a esa capital para concretar la canonización del primer santo del área: el misionero franciscano, Pedro de San José Betancourt, originario de Islas Canarias, quien trabajó por los pobres, enfermos y niños abandonados guatemaltecos en el siglo XVII.

   Bajo la guía del Papa Viajero, las jerarquías centroamericanas se han pronunciado por la defensa de los recursos naturales y han apoyado a los movimientos ecologistas, como el opuesto a la deforestación del oriental departamento hondureño de Olancho.

   Actitud similar sostuvo el liderazgo católico en Guatemala frente al gobierno de Oscar Berger como contrapartida a las concesiones mineras otorgadas a empresas extranjeras en noviembre del 2004, que también agreden al medio ambiente y empobrecen aún más al país.

   Y es que, a pesar de su discrepancia con los principios de la Teología de la Liberación, el príncipe de la Iglesia terminó criticando las injusticias del capitalismo salvaje neoliberal caracterizado por sus reiteradas violaciones de los derechos humanos.


[1]Tal es el caso de los Pp. Ribas Canepa, Maximino Bea y Lucas Iruretagoyena, además del devenido Comandante Guillermo Sardiñas; que ejercían funciones como capellanes del Ejército Rebelde en la Sierra Maestra hacia el 25 de febrero de 1958.

[2] Al respecto Carlos M. Rama. La religión en América Latina, Revista Casa de las Américas, Año VI Marzo Abril 1966 No. 35, La Habana, pp. 12 y 13

[3] Palabras de Juan XXIII en septiembre de 1960. Tomado de Griguliévich, I. El Papado s. XX. Editorial Progreso, Moscú, p. 211

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