Blogia
ALTiro

Managua atrapada en la telaraña del terremoto de 1972

Managua atrapada en la telaraña del terremoto de 1972

Ni la perspectiva de la fiesta navideña evitará que cada 23 de diciembre miles de nicaragüenses revivan el dolor contenido desde que una sacudida desde la entrañas de la tierra devastara Managua, en 1972.

   Ese terremoto, de apenas una treintena de segundos, cambió de modo radical la vida de muchas familias y la arquitectura de esta ciudad, considerada entonces como una de las más prósperas de Centroamérica.

   Calles y avenidas trazadas al libre albedrío, sin aceras para pasear de la mano de la pareja o con un amigo, emergieron del polvo frente a los ojos críticos de quienes aún recuerdan con nostalgia la que fuera su capital antes del sismo ocurrido en la madrugada del 23 de diciembre de 1972.

   Los 6.2 grados en la escala de Richter alcanzados por el movimiento telúrico casi extinguieron a esta urbe, que surgió a partir de un pueblo indígena asentado alrededor del lago Xolotlán y creció en forma de tablero de ajedrez bajo el influjo de los colonizadores españoles.

   El terremoto de ese año completó la obra nefasta del acaecido el 31 de marzo de 1931, cuya fuerza acabó con muchas edificaciones de adobe y piedra que rodeaban la plaza central, como ocurre todavía en otras ciudades del continente debido al acatamiento de las ordenanzas de la ex metrópoli.

   Casi perdida su magia colonial, Managua comenzó a llenarse de construcciones de cemento, ladrillos cocidos y taquezal, paredes creadas a partir de jaulas de madera que eran rellenadas con piedras y enlodadas, según el historiador nicaragüense Gratus Halftermeyer.

   Desde los años 40 sobre todo florecieron por doquier obras de estilos art decó y posmoderno con esas técnicas, las cuales demostraron a la postre el error de quienes obviaron principios básicos para soportar las sacudidas en una ciudad levantada sobre casi una veintena de fallas geológicas.

   El sismo de 1972 destruyó el área altamente poblada y urbanizada desde el volcán de Tiscapa al lago de Xolotlán y barrió con todos los bancos, comercios y edificios capitalinos principales de cuatro a 20 pisos, cuenta en su obra sobre el tema el periodista Nicolás López.

   Poco sobrevivió de las manzanas del centro de Managua, pero la tragedia humana fue peor: de acuerdo con cifras oficiales el temblor causó más de 10 mil muertos y casi 20 mil heridos, aunque la ciudadanía asegura que deben haber sido más los fallecidos.

   Muchos cadáveres quedaron entre los escombros y prueba de eso fue el hedor que por varios meses salió de las ruinas, hasta que la lluvia limpió el suelo hacia el mes de mayo del año siguiente, relataron sobrevivientes de esos acontecimientos a Prensa Latina.

   Según un taxista de nombre Manuel, igual de doloroso resultó que el dictador Anastasio Somoza Debayle permitiera a una empresa de demolición arrasar con edificios y viviendas dañados, pero que seguían sobre sus cimientos, y dejar cual campo de pastoreo el centro de Managua.

   El Banco de América, el Banco Central, el hotel Intercontinental, el Teatro Nacional Rubén Darío, el Palacio de Comunicaciones, y el ahora Ministerio de Gobernación, así como algunas otras edificaciones, derivaron en símbolos de la resistencia a las fuerzas de la Naturaleza.

   Pero frente a esos íconos de la vieja Managua hay quienes comparten su desagrado por el desorden del Mercado Oriental, convertido en el mayor de su tipo de la región, después que emigraron a allí los comerciantes que perdieron sus puestos en el Central y el de San Miguel, desaparecidos.

   Para ese conductor septuagenario, la ciudad nacida de las cenizas y la sangre de sus familiares o conocidos muertos por la carga explosiva del terremoto es sólo una red de calles y avenidas pobre de vida y atractivos.

   Nunca más Noches de Gatos en Diciembre, en las que los mercados estaban abiertos hasta el amanecer; no más esa Managua Nicaragua donde yo me enamoré como dice la canción, refirió Manuel, en alusión al poema del estadounidense Albert Gamse, musicalizado por Irving Fields, en 1946.

0 comentarios