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PEPE MUJICA en la 68. ª Asamblea General de Naciones Unidas

PEPE MUJICA en la 68. ª Asamblea  General de Naciones Unidas

Amigos todos, soy del sur, vengo del sur. Esquina del Atlántico y el Plata, mi país es una penillanura suave, templada, pecuaria. Su historia de puertos, cueros, tasajo, lanas y carne tuvo décadas púrpuras de lanzas y caballos hasta que, por fin, al arrancar el siglo XX se puso a ser vanguardia en lo social, en el Estado y la enseñanza. Diría: la social democracia se inventó en el Uruguay. Durante casi 50 años el mundo nos vio como una especie de Suiza. En realidad, en lo económico, fuimos hijuelos bastardos del imperio británico y, cuando este sucumbió, vivimos las amargas mieles de términos de intercambio funestos y quedamos estancados añorando el pasado; casi 50 años recordando Maracaná, nuestra hazaña deportiva.

Hoy hemos resurgido en este mundo globalizado, tal vez, aprendiendo de nuestro dolor. Mi historia personal: la de un muchacho —porque alguna vez fui muchacho— que, como otros, quiso cambiar su época y su mundo tras un sueño: el de una sociedad libertaria y sin clases. Mis errores, en parte, son hijos de mi tiempo. Obviamente, los asumo, pero hay veces que me grito con nostalgia: “¡Quién tuviera la fuerza de cuando éramos capaces de abrevar tanta utopía!”.

Sin embargo, no miro hacia atrás, porque el hoy real nació en las cenizas fértiles del ayer. Por el contrario, no vivo para cobrar cuentas o reverberar recuerdos. Me angustia, y de qué manera, el porvenir que no veré y por el que me comprometo. Sí es posible un mundo con una humanidad mejor, pero tal vez, hoy, la primera tarea sea salvar la vida.

Pero soy del sur y vengo del sur a esta Asamblea. Cargo inequívocamente con los millones de compatriotas pobres en las ciudades, en los páramos, en las selvas, en las pampas y en los socavones de la América Latina; patria común se está haciendo.

Cargo con las culturas originarias aplastadas, con los restos del colonialismo en Malvinas, con bloqueos inútiles a ese caimán bajo el sol del Caribe que se llama Cuba. Cargo con las consecuencias de la vigilancia electrónica que no hace otra cosa que sembrar desconfianza que nos envenena inútilmente.

Cargo con una gigantesca deuda social y con la necesidad de defender la Amazonia, los mares, nuestros grandes ríos de América. Cargo con el deber de luchar por patria para todos y para que Colombia pueda encontrar el camino de la paz. Y cargo con el deber de luchar por tolerancia. La tolerancia se precisa para con aquellos que son distintos y con los que tenemos diferencias y discrepamos. No se precisa la tolerancia para los que estamos de acuerdo. La tolerancia es el fundamento de poder convivir en paz y entendiendo que, en el mundo, somos diferentes.

El combate a la economía sucia, al narcotráfico, a la estafa y el fraude, a la corrupción, plagas contemporáneas prohijadas por el antivalor, ese que sostiene que somos más felices si nos enriquecemos sea como sea.

Hemos sacrificado los viejos dioses inmateriales y ocupamos el templo con el “dios mercado”. Él nos organiza la economía, la política, los hábitos, la vida y hasta nos financia en cuotas y tarjetas la apariencia de felicidad. Parecería que hemos nacido solo para consumir y consumir y, cuando no podemos, cargamos con la frustración, la pobreza y hasta la autoexclusión. 

Lo cierto, hoy, que para gastar y enterrar los detritos, en eso que se llama la huella de carbono por la ciencia, si aspiráramos en esta humanidad a consumir como un americano promedio, son imprescindibles tres planetas para poder vivir. Es decir, nuestra civilización montó un desafío mentiroso y, así como vamos, no es posible para todos colmar ese sentido de despilfarro que se le há dado a la vida que, en los hechos, está masificando como cultura; nuestra época siempre dirigida por la acumulación y el mercado. Prometemos una vida de derroche y despilfarro. En el fondo, constituye una cuenta regresiva contra la naturaleza y contra la humanidad como futuro. Civilización contra la sencillez, contra la sobriedad, contra todos los ciclos naturales, pero peor: civilización contra la libertad que supone tener tiempo para vivir las relaciones humanas, lo único trascendente: amor, amistad, aventura, solidaridad, familia.

Civilización contra el tiempo libre que no paga, que no se compra, y que nos permite contemplar y escudriñar el escenario de la naturaleza. Arrasamos las selvas verdaderas e implantamos selvas anónimas de cemento. Enfrentamos al sedentarismo con caminadores; al insomnio, con pastillas; a la soledad, con electrónica ¿Es que somos felices alejados de lo eterno humano? Cabe hacerse esta pregunta. Aturdidos, huimos de nuestra biología que defiende la vida por la vida misma, como causa superior, y la suplantamos por el consumismo funcional a la acumulación. La política, la eterna madre del acontecer humano, quedó engrillada a la economía y al mercado. De salto en salto, la política no puede más que perpetuarse y, como tal, delegó el poder, y se entretiene aturdida luchando por el gobierno.

Desbocada marcha la historieta humana, comprando y vendiendo todo, e innovando para poder negociar de algún modo lo que es innegociable. Hay marketing para todo: para los cementerios, el servicio fúnebre, las maternidades, marketing para padres, para madres, para abuelos y tíos, pasando por las secretarias, los autos y las vacaciones. Todo, todo es negocio. Todavía, las campañas de marketing caen deliberadamente sobre los niños y su psicología, para influir sobre los mayores, y tener hacia el futuro un território asegurado. Sobran pruebas de estas tecnologías bastante abominables que a veces conducen a las frustraciones, y más. El hombrecito promedio de nuestras grandes ciudades deambula entre las financieras y el tedio rutinario de las oficinas, a veces atemperadas con aire acondicionado. Siempre sueña con las vacaciones y la libertad. Siempre sueña con concluir las cuentas, hasta que un día el corazón se para, y adiós. Habrá otro soldado cubriendo las fauces del mercado, asegurando la acumulación.

Es que la crisis es la impotencia de la política, incapaz de entender que la humanidad no se escapa ni se escapará del sentimiento de nación. Sentimiento que casi está incrustado en nuestro código genético: de algún lado somos. Pero hoy es tiempo de batallar para preparar un mundo sin fronteras. La economía globalizada no tiene otra conducción que el interés privado de muy pocos y cada Estado nacional mira su estabilidad continuista, y hoy, la gran tarea para nuestros pueblos, en nuestra humilde manera de ver, es el todo. Como si esto fuera poco, el capitalismo productivo, francamente productivo, está medio prisionero en la caja de los grandes bancos que, en el fondo, son la cúspide del poder mundial. Más claro: creemos que el mundo requiere a gritos reglas globales que respeten los logros de la ciencia, que abunda. Pero no es la ciencia la que gobierna el mundo. Se precisa, por ejemplo, una larga agenda de definiciones.

¿Cuántas horas de trabajo en toda la tierra? ¿Cómo convergen las monedas? ¿Cómo se financia la lucha global por el agua? Y contra los desiertos. ¿Cómo se recicla y se presiona contra el calentamiento global? ¿Cuáles son los limites de cada gran quehacer humano? Sería imperioso lograr consensos planetários para desatar solidaridad hacia los más oprimidos, castigar impositivamente el despilfarro y la especulación, movilizar las grandes economías no para crear descartables con obsolencias calculadas, sino bienes útiles sin frivolidades, para ayudar a levantar a los más pobres del mundo. Bienes útiles contra la pobreza mundial. Mil veces más redituable que hacer guerras es volcar un neokeynesianismo útil de escala planetaria para abolir las vergüenzas más flagrantes que tiene este mundo. 

Tal vez nuestro mundo precisa menos organismos mundiales de esos que organizan los foros y las conferencias que le sirven mucho a las cadenas hoteleras y a las compañías aéreas y que, en el mejor de los casos, nadie recoge y los transforma en decisiones. Necesitamos, sí, mascar mucho lo viejo y eterno de la vida humana, junto a la ciencia, esa ciencia que se empeña por la humanidad, no para hacerse rico.

Con ellos, con los hombres de ciencia de la mano, primeros consejeros de la humanidad, establecer acuerdos para el mundo entero. Ni los Estados nacionales grandes, ni las trasnacionales y, mucho menos, el sistema financiero, deberían gobernar el mundo humano.la alta política entrelazada con la sabiduría científica; allí está la fuente, esa ciencia que no apetece el lucro, pero que mira el porvenir y que nos dice cosas que no atendemos.

¿Cuántos años hace que nos dijeron en Kyoto determinadas cosas que no nos dimos por enterados? Creo que hay que convocar la inteligencia, el comando de la nave arriba de la Tierra. Cosas de este estilo y otras que no puedo desarrollar nos parecen imprescindibles, pero requerirían que lo determinante fuera la vida, no la acumulación.

Obviamente, no somos tan ilusos. Estas cosas no pasarán, ni otras parecidas. Nos quedan muchos sacrificios inútiles por delante, mucho remendar consecuencias y no enfrentar las causas. Hoy el mundo es incapaz de crear regulación planetaria a la globalización y esto es por el debilitamiento de la alta política (esa que se ocupa de todo). Por un tiempo vamos a asistir al refugio de acuerdos más o menos regionales que van a plantear un mentiroso libre comercio pero que en el fondo van a terminar construyendo parapetos proteccionistas supranacionales en algunas regiones del planeta. A su vez, van a crecer ramas industriales de importancia y servicios, todos dedicados a salvar y a mejorar el medio ambiente. Así, nos vamos a consolar por un tiempo, vamos a estar entretenidos. Y, naturalmente, va a continuar impertérrita la acumulación para regodeo del sistema financiero. Continuarán las guerras y, por tanto, los fanatismos, hasta que, tal vez, la naturaleza nos llame al orden y haga inviable nuestra civilización.

Tal vez, señores, nuestra visión es demasiado cruda, sin piedad y vemos al hombre como una criatura única. La única que hay arriba de la Tierra capaz de ir contra su propia especie. Vuelvo a repetir, lo que algunos llaman la crisis ecológica del planeta es consecuencia del triunfo avasallante de la ambición humana. Ese es nuestro triunfo, también nuestra derrota, porque tenemos impotencia política de encuadrarnos en una nueva época que hemos contribuido a construir y no nos damos cuenta. ¿Por qué digo esto? Dos datos, nada más: lo cierto es que la población se cuadriplicó y el PIB creció por lo menos veinte veces en el último siglo. Desde 1990, aproximadamente, cada seis años se duplica el comercio mundial. Podríamos seguir anotando datos que establecen con claridad la marcha de la globalización. ¿Qué nos está pasando? Entramos en otra época aceleradamente, pero con políticos, atavíos culturales, partidos y jóvenes todos viejos, ante la pavorosa acumulación de cambios que ni siquiera podemos registrar.

No podemos manejar la globalización porque nuestro pensamiento no es global. No sabemos si es por una limitante cultural o estamos llegando a los límites biológicos. Nuestra época es portentosamente revolucionaria, como no ha conocido la historia de la humanidad, pero no tiene conducción consciente, o menos, conducción simplemente instintiva. Mucho menos todavía, conducción política organizada, porque ni siquiera hemos tenido filosofia precursora ante la velocidad de los cambios que se acumularon. La codicia, tan negativa y tanto motor de la historia, eso que empujó hacia el progreso material, técnico y científico, que ha hecho lo que es nuestra época y nuestro tiempo, y un fenomenal adelanto en muchos frentes, paradojalmente, esa misma herramienta, la codicia que nos empujó a domesticar la ciencia y transformarla en tecnología, nos precipita a un abismo brumoso, a una historia que no conocemos, a una época sin historia y nos estamos quedando sin ojos ni inteligencia colectiva para seguir colonizando y perpetuar, transformándonos. Porque si una característica tiene este bichito humano es que es un conquistador antropológico.

Parece que las cosas toman autonomía y las cosas someten a los hombres. Por un lado u otro, sobran atisbos para vislumbrar estas cosas y, en todo caso, vislumbrar el rumbo, pero nos resulta imposible colectivizar decisiones globales por ese todo. Más claro: la codicia individual ha triunfado largamente sobre la codicia superior de la especie.

Aclaremos: ¿qué es el todo, esa palabra que utilizamos, para nosotros? Es la vida global del sistema Tierra, incluyendo la vida humana con todos los equilibrios frágiles que hacen posible que nos perpetuemos.

Por otro lado, más sencillo, menos opinable y más evidente. En nuestro occidente particularmente —porque de ahí venimos, aunque venimos del sur—, las repúblicas que nacieron para afirmar que los hombres somos iguales, que nadie es más que nadie, que sus gobiernos deberían representar el bien común, la justicia y la equidad, muchas veces las repúblicas se deforman y caen en el olvido de la gente corriente, la que anda por las calles, el pueblo común. No fueron, las repúblicas, creadas para vegetar encima de la grey, sino, por el contrario, son un grito en la historia para ser funcionales a la vida de los propios pueblos y por lo tanto a las mayorías, y se deben a luchar por la promoción de las mayorías.

Por lo que fuera, por reminiscencias feudales que están allí en nuestra cultura, por clasismo dominador, tal vez por la cultura consumista que nos rodea a todos, las repúblicas, frecuentemente, en sus direcciones, adoptan un diario vivir que excluye, que pone distancia con el hombre de la calle. En los hechos, ese hombre de la calle debería ser la causa central de la lucha política de la vida de las repúblicas. Los gobiernos republicanos deberían parecerse cada vez más a sus respectivos pueblos en la forma de vivir y en la forma de comprometerse con la vida.

El hecho es que cultivamos arcaísmos feudales, cortesanismos consentidos, hacemos diferenciaciones jerárquicas que en el fondo socavan lo mejor que tienen las repúblicas, que nadie es más que nadie. El juego de estos y otros factores nos retienen en la prehistoria, y hoy es imposible renunciar a la guerra cuando la política fracasa. Así se estrangula la economía, derrochamos recursos.

Oigan bien, queridos amigos, en cada minuto en el mundo, en cada minuto, se gastan dos millones de dólares de presupuestos militares en la Tierra, dos millones de dólares por minuto en presupuestos militares. La investigación médica de todas las enfermedades, que ha avanzado enormemente y es una bendición para la promesa de vivir unos años más, esa investigación apenas cubre la quinta parte de la investigación militar. Este proceso del cual no podemos salir es ciego, asegura odio y fanatismo, desconfianza, fuentes de nuevas guerras y, esto también, derroche de fortunas.

Yo sé que es muy fácil poéticamente autocriticarnos nacionalmente y creo que sería una inocencia en este mundo plantear que allí existen recursos para ahorrar y gastarlos en otras cosas útiles. Eso sería posible, otra vez, si fuéramos capaces de ejercitar acuerdos mundiales y prevenciones mundiales de políticas planetarias que nos garanticen la paz y que nos den a los más débiles garantías que no tenemos.

Ahí habría enormes recursos para recortar, y atender las mayores vergüenzas arriba de la tierra. Pero basta una pregunta: ¿en esta humanidad, hoy, a dónde se iría sin la existencia de esas garantías planetarias? Entonces cada cual hace vela de armas de acuerdo a su magnitud, y allí estamos porque no podemos razonar como especie, apenas como individuos.

Las instituciones mundiales, particularmente, hoy vegetan a la sombra consentida de las disidencias de las grandes naciones y, obviamente, estas quieren retener sus cuotas de poder, bloquean en los hechos a esta ONU que fue creada con una esperanza, y como un sueño de paz para la humanidad. Pero peor aún, la desarraigan de la democracia en el sentido planetario, porque no somos iguales, no podemos ser iguales en este mundo donde hay más fuertes y más débiles. Por lo tanto es una democracia planetaria herida y está cercenada la historia de un posible acuerdo mundial de paz, militante, combativo y que verdaderamente exista. Entonces remendamos enfermedades allí donde hace eclosión y se presenta según le parezca a algunas de las grandes potencias. Los demás miramos desde lejos, no existimos.

Amigos, yo creo que es muy difícil inventar una fuerza peor que el nacionalismo chovinista de las grandes potencias. La fuerza que es liberadora de los débiles, el nacionalismo, tan padre de los procesos de descolonización, formidable hacia los débiles, se transforma en una herramienta opresora en las manos de los fuertes. ¡Y vaya que en los últimos 200 años hemos tenido ejemplos por todas partes!

La ONU, nuestra ONU, languidece, se burocratiza por falta de poder y de autonomía, de reconocimiento, sobre todo de democracia hacia el mundo más débil que constituye la mayoría aplastante del planeta. Pongo un pequeño ejemplo, pequeñito: nuestro pequeño país tiene en términos absolutos la mayor cantidad de soldados en misiones de paz de los países de América Latina desparramados en el mundo y allí estamos donde nos piden que estemos. Pero somos pequeños, débiles. Donde se reparten los recursos y se toman las decisiones no entramos ni para servir el café.

En lo más profundo de nuestro corazón existe un enorme anhelo de ayudar a que el hombre salga de la prehistoria. Yo defino que el hombre, mientras viva con clima de guerra, está en la prehistoria, a pesar de los muchos artefactos que pueda construir. Hasta que el hombre no salga de esa prehistoria y archive la guerra como recurso cuando la política fracasa... esa es la larga marcha y el  desafío que tenemos por delante. Y lo decimos con conocimiento de causa, conocemos las soledades de la guerra. Sin embargo, estos sueños, estos desafíos que están en el horizonte implican luchar por una agenda de acuerdos mundiales que empiecen a gobernar nuestra historia, y superar paso a paso las amenazas a la vida.

La especie como tal debería tener un gobierno para la humanidad que supere el individualismo y bregue por recrear cabezas políticas que acudan al camino de la ciencia y no solo a los intereses inmediatos que nos están gobernando y ahogando.

Paralelamente, hay que entender que los indigentes del mundo no son de África o de América Latina, son de la humanidad toda, y esta debe como tal, globalizada, propender a empeñarse en su desarrollo, en que puedan vivir con decencia por sí mismos. Los recursos necesarios existen, están en ese depredador despilfarro de nuestra civilización.

Hace pocos días le hicieron ahí en California en una agencia de bomberos un homenaje a una bombita eléctrica que hace 100 años que está prendida. ¡100 años que está prendida amigos! Cuántos millones de dólares nos sacaron del bolsillo haciendo deliberadamente porquerías para que la gente compre y compre. Pero esta globalización de mirar por todo el planeta y por toda la vida significa un cambio cultural brutal. Es lo que nos está requiriendo la historia.

Toda la base material ha cambiado y ha tambaleado... Los hombres con nuestra cultura permanecemos como si no hubiera pasado nada. Y en lugar de gobernar la globalización, esta nos gobierna a nosotros. Hace más de 20 años que discutimos la humilde tasa Tobin; imposible aplicarla a nivel del planeta. Todos los bancos del poder financiero se levantan heridos en su propiedad privada y qué se yo cuántas cosas más. Sin embargo —esto es lo paradojal— sin embargo, con talento, con trabajo colectivo, con ciencia, el hombre, paso a paso, es capaz de transformar en verde los desiertos. El hombre puede llevar la agricultura al mar, el hombre puede crear vegetales que vivan con agua salada. La fuerza de la humanidad se concentra en lo esencial, es inconmensurable. Allí están las más portentosas fuentes de energía. ¿Qué sabemos de la fotosíntesis? Casi nada. La energía en el mundo sobra si trabajamos para usarla con ella.

Es posible arrancar de cuajo toda la indigencia del planeta. Es posible crear estabilidad y será posible a generaciones venideras si logran empezar a razonar como especie, no solo como individuo, llevar la vida a la galaxia y seguir con ese sueño conquistador que llevamos en nuestra genética los seres humanos.

Pero para que todos esos sueños sean posibles, necesitamos gobernarnos a nosotros mismos o sucumbiremos, o sucumbiremos porque no somos capaces de estar a la altura de la civilización que en los hechos fuimos desarrollando.

Este es nuestro dilema. No nos entretengamos solo remendando consecuencias. Pensemos en las causas de fondo, en la civilización del despilfarro, en la civilización del use y tire, que lo que está tirando es tiempo de vida humana malgastado, derrochando cuestiones inútiles.

Piensen que la vida humana es un milagro, que estamos vivos por milagro y nada vale más que la vida. Y que nuestro deber biológico es, por encima de todas las cosas, respetar la vida e impulsarla, crearla, procrearla y entender que la especie es nuestro nosotros. Gracias.

 

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