Nuevos ricos en Cuba
En el discurso prospectivo de la sociedad cubana hemos situado una palabra que resume aspiraciones colectivas e individuales largamente acariciadas: prosperidad.
Prosperar significa mejorar, avanzar, alcanzar metas, y no es mera retórica. Quienes por la televisión siguieron atentamente la información ofrecida hace unos días por el vicepresidente del Consejo de Ministros, Marino Murillo, acerca de la marcha de la implementación de los Lineamientos aprobados por el último Congreso del Partido, pudieron apreciar cómo de manera ordenada, coherente y precisa se estudian, aplican y controlan acciones que deben incidir en la transformación de la sociedad.
Las medidas que se vienen adoptando deben desatar las fuerzas productivas, concretar mayores y deseados índices de eficiencia en la gestión del modelo económico e incentivar la producción de bienes y la prestación de servicios que redunden en la satisfacción de las necesidades materiales de los ciudadanos, a partir de la magnitud y la calidad del aporte de cada uno de estos.
En consecuencia, la prosperidad no será un patrón abstracto ni una aspiración ilusoria, sino una realidad tangible sustentada en la capacidad de entrega de los colectivos y los individuos a la generación de la riqueza social.
Quisiera, sin embargo, llamar la atención sobre un aspecto que no debe ni puede descuidarse. Cometeríamos un error estratégico si asociamos unívocamente la noción de prosperidad al crecimiento material.
¿Qué pensaríamos ante un escenario en el cual la posibilidad de tener, poseer, acumular y ostentar suplanten la capacidad de sentir, amar y compartir? Terminaríamos por ser otros muy diferentes y ajenos a lo que por historia, sacrificios y convicciones hemos querido ser.
Recuerdo la reveladora metáfora del protagonista de la película El ciudadano Kane, de Orson Welles, una de las grandes obras maestras del cine de todos los tiempos. Aquel hombre que construyó un imperio mediático, que acumuló riquezas sin cuento y compró para su disfrute personal los más estrafalarios tesoros, murió obsesionado por no haber podido descifrar la clave de la única palabra que en su niñez le hizo sentirse ser humano.
Pero no hay que ir tan lejos. Ahora mismo, en estos tiempos y entre nosotros, es posible tropezar con individuos y familias cuya noción de bienestar solo toma en cuenta la riqueza material en detrimento de los valores espirituales. Sujetos para quienes la solidaridad es una mala palabra, el egoísmo una bandera, la mezquindad un escudo y la grosería el único modo de proyección social.
Y como lo ético (o mejor dicho, su falta) se revela también en lo estético, a no pocos nuevorricos los vemos vestir marcas y no vestidos; consumir ruido y no música; el sandwich de pierna y la lata de Coca Cola para los hijitos por encima de la merienda escolar; el último grito del videojuego exterminador preferible a la mejor enciclopedia digital. Gnomos de las leyendas nórdicas y muñequitos de Disney adornan casas con chimeneas en el trópico. Los quince cambios de traje en los quince valiendo más que la excursión familiar con las amigas de la escuela.
A una más vasta escala social, la unilateralidad del crecimiento material podría agravar graves consecuencias a la sustentabilidad del modelo y privilegiar el consumo irracional. Y ya se sabe cuál es el costo ambiental y cultural del consumismo.
La dimensión espiritual del desarrollo, en lo ético y lo estético, no podrá desligarse jamás del concepto de prosperidad. La satisfacción de las necesidades materiales solo encuentra plenitud si se corresponde con el crecimiento cultural.
(De Pedro de La Hoz. En: Granma, 19 julio del 2013)
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